Marcelo Figueras
Admitámoslo de una vez: la literatura hispanoamericana se metió en un sendero sin salida, víctima de su propia venalidad, que también está empezando a causar estragos en el cine. Esto no debería ser grave, la historia del arte está hecha de marchas y contramarchas. Si así no fuese habría que abonar la teoría de la progresión lineal del conocimiento, como si siempre supiésemos más y mejor. No es la primera vez que avanzamos en una dirección errónea. Le pasó a tantos científicos, le pasó a Wittgenstein. La imagen del laberinto sigue siendo útil: marchamos por caminos, algunos carecen de salida, se impone retroceder para volver a salir. No hay indignidad en este proceso, tan sólo sabiduría.
Es natural que la situación nos fastidie. Hemos sido, somos todavía funcionales a un sistema que preferiría borrar la literatura, y también el cine que vale la pena, del horizonte de nuestros deseos. Dice Piglia: "Para la sociedad capitalista, una práctica tan privada como la literatura, tan improductiva desde el punto de vista social, debería ser eliminada". Lo imperdonable sería que la hundiese con la complicidad de los escritores.
La que se beneficia más con este estado de cosas es la maquinaria de producir control. Si en algo este incansable dispositivo se superó a sí mismo fue en la campaña con que redujo la literatura a su expresión más intrascendente, a su encarnación menos inquietante y menos inspiradora desde la invención de la imprenta. Entre las editoriales que contratan textos convencionales y los críticos que llaman a los escritores a incendiarse a lo bonzo, aquellos que tenemos la vocación de contar historias y la gente que tiene la necesidad de leerlas nos hemos quedado solos. En cantidad millonaria, pero solos. Ensordecidos por los relatos que los medios amplifican para impedirnos pensar, para dificultar el encuentro.
¿Por qué nadie habla del rol que puede desempeñar la gente en este entuerto? Paradójico: todo el mundo se llena la boca con la democracia, pero nadie confía en los ciudadanos. Tanto que se ensalza a internet, a los sitios como YouTube, ¿y nadie advierte que estos sistemas todavía no brillan por sus contenidos, sino por el poder que confieren a sus usuarios? La maquinaria tuvo algunos éxitos en su intento de prescindir del autor, pero nunca podrá prescindir del público. El lector, el espectador, son nuestra última esperanza. Pero cuidado, que ya no contaremos con el público pasivo de antaño, deslumbrado por el esplendor del lugar que ocupamos. Todo lo que encontraremos -que es todo lo que necesitamos, dicho sea de paso- es un público desconfiado e inquieto. Que perdió la fe en nuestras credenciales, que no tolera que los narradores hagan hermenéutica con sus ficciones, que nos desafía a que volvamos a ganar su confianza y que ya no acepta más excusas: lo que quiere son historias en las que creer.
La moda de los relatos del Yo, esta escritura de la intimidad que nos venden como novedosa -tan nueva, en todo caso, como la técnica del anacronismo deliberado con que Menard disfraza su infertilidad-, es una de las consecuencias de la forma en que muchos artistas viven. ¿De qué puedo hablar que no sea mi Yo, cuando estoy enclaustrado en mi casa? ¿De qué escribiré que no sea mi Yo, cuando tengo miedo de utilizar la imaginación? Muchos no soportan que el foco se haya desplazado de sus personas. Pero aunque les pese, la pelota está en el campo de la gente. De aquellos que buscan la narración donde está -esto es, en otro lugar. De aquellos que quieren dejar de ser espectadores, que ya no toleran pasivamente que se les diga qué hacer, cómo leer, qué consumir. Ellos ya encontraron los nuevos domicilios de la narración. Ahora es nuestro turno de salir a buscarla.
(Continuará.)