Marcelo Figueras
La clase media de Buenos Aires es rara. Por lo pronto, ya no es lo que era. Algunos creen todavía que se trata de gente que, como los inmigrantes de quienes descienden, apuesta al Sueño Argentino del ascenso social y la prosperidad sin límites. Eso ya fue. La clase media de hoy es gente formada en otro tipo de sueño, uno que tiene mucho de pesadilla. Muchos han sido golpeados de forma inclemente por las crisis económicas, al punto de caerse de su clase original o quedar colgados de las uñas. El calor arrebatador de estas experiencias los ha traumatizado, al punto de hacerlos reaccionar de manera irracional ante cualquier hecho –o cualquier otra clase social, habría que puntualizar- que parezca amenazarlos con quitarles los bienes que rescataron de la catástrofe.
Familiares míos muy próximos, por ejemplo, pasaron en pocos meses del apoyo al presidente Kirchner a la oposición más cerril. Cuando traté de entender por qué, me explicaron que Kirchner estaba cediendo a los reclamos de los gremios. Cuando les pregunté qué había de malo en conceder beneficios a trabajadores que vienen perdiendo poder adquisitivo y calidad de vida desde la dictadura, entendí que lo que veían mal era lo mismo que yo consideraba natural, esto es, que el Presidente atendiese a las necesidades de esa gente que está en peores condiciones que ellos y que yo. Para mis familiares, gente de clase media profesional de Buenos Aires, concederle algo a los maestros o a los ferroviarios significaba de manera inexorable que iban a meterles a ellos la mano en el bolsillo, y esto es algo que no parecen dispuestos a tolerar. Como tanta otra gente de esta ciudad, piensan que la justicia social es maravillosa siempre y cuando no tengan que aportar nada para su causa: de dinero ni hablar, por cierto, pero tampoco les pidan esfuerzo o tiempo alguno en beneficio de alguien que no sean ellos mismos.
El hecho de que hayan sido golpeados por vendavales económicos podría despertar simpatías en su favor. Lo que sería preciso entender, en este caso, es que parte de esta gente ni siquiera participa ya de la cultura del trabajo que heredó de sus padres. Criados en la inflación y en los tipos de cambio artificiales, muchos prefieren especular a producir y son campeones de la evasión fiscal. Su prototipo, el modelo a imitar, es el mismo que encarnan tantos famosos locales, que hacen bandera del hecho de haberse forrado en dinero a pesar de que ni siquiera terminaron la escuela: son vivillos, que han sabido oler el perfume del tiempo y le ofrecen a la gente basura que envilece. Me hacen recordar al Harry Lime de El tercer hombre, que adulteraba penicilina para vender más en la Viena de posguerra, aunque eso significase la muerte para tantos enfermos. Lo cierto es que, por más que las crisis los hayan afectado, afectaron de forma mucho más cruel a las clases más humildes. Y en esta sociedad del sálvese quien pueda, parte de la clase media argentina se ha negado a practicar la más mínima solidaridad con aquellos que empezaron a sentir hambre de un día para el otro.
Fuera del país, muchos recuerdan todavía las manifestaciones del infame corralito, al despuntar el siglo. Fue una ocasión insólita. Mucha gente que ponía cara de asco antes las manifestaciones populares que reclamaban condiciones mínimas de supervivencia, ganó la calle enloquecida cuando les tocaron el bolsillo. (Hubo gente honesta y trabajadora que perdió ahorros en esa celada del gobierno de Fernando de la Rúa, pero junto a ellos salieron a golpear cacerolas muchos atorrantes que atesoraban ganancias malhabidas.) Fue la única vez en los últimos años que las clases medias jugaron en el mismo equipo que las clases más populares, la única vez que las clases medias asumieron un rol que no fuese el reaccionario de siempre. De entonces a esta parte, mucha de esa gente volvió a la calle tan sólo para reclamar más presencia policial y más represión, por ejemplo en las marchas convocadas por el señor Blumberg, que se vendía a sí mismo como la contracara de los políticos profesionales y terminó admitiendo, acorralado por las pruebas, que llevaba décadas diciéndose ingeniero –¡cuando no lo era!
Esa gente es la clientela más preciada del triunfador Macri. Los que abominan de los pobres que afean la ciudad, los que se han tragado el cuento de que los pobres son sus enemigos y quieren quitárselo todo. Un cuento que ha resultado efectivo, a todas luces, porque es obvio que con tal de sacarse a los pequeños delincuentes de encima, esta gente no dudó en votar a los grandes delincuentes.
Una lógica perversa, por cierto. La seguimos mañana.