Marcelo Figueras
Vi a C. E. Feiling una sola vez en mi vida, que recuerde. Una noche de los tempranos años 90, en el departamento que compartía con Gaby Esquivada. No recuerdo la ocasión, ni una sola conversación de las que habré oido aquella noche. Lo único que recuerdo –la memoria es más rara que la mierda, por eso los escritores la consentimos como a una aliada- es a Feiling de pie bajo el marco de una puerta, entre el living y el pasillo que conectaba con los demás ambientes. Parado allí, nomás. Ni siquiera puedo decir que estaba hablando con alguien: no conservo registro de su voz, sólo me la imagino a partir de una referencia de Gaby, que la asimila a las golden voices al estilo Leonard Cohen.
Por lo demás, me limité a leer sus novelas como un lector cualquiera. Y en mi condición de tal, me enteré de su muerte por los diarios.
Cuando me invitaron a presentar Los cuatro elementos (reedición de sus novelas, más el ‘bonus track’ de un capítulo de la inconclusa La tierra esmeralda), la pregunta que surgió desde el pánico fue: ¿por qué yo? Iba a estar Fogwill, a quien Feiling admiraba. Supuse que también estaría Luis Chitarroni, que fue su amigo y que además escribió el prólogo del libro. Y también Gaby, que fue su mujer y a quien admiro como periodista. Me sentí baraja de palo en una mano de poker. ¿Qué podía aportar yo a semejante delantera? No se me ocurrió otra forma de encontrar respuesta que no fuese la obvia. Releer las novelas. Leer el ‘bonus track’.
Desde el arranque mismo de El agua electrizada viví el asunto como una revelación. Entendí que existía un lugar desde el que yo podía hablar, desde el que quería hablar, en virtud del entusiasmo que crecía a cada página. Me refiero al lugar del lector. Esa es la única relación que tuve con Feiling en vida, la clase de relación que ni siquiera la muerte altera: la del lector con el escritor que lo encanta. Sabrán disculpar, pero tengo una saludable desconfianza respecto de la gente que ‘sabe’ de literatura. Yo no sé nada, al menos desde un registro académico. No puedo describir sistemas ni hablar de etapas, no me interesan las filiaciones ni los bandos. Yo leo, nomás. Mi filtro funciona de acuerdo a lo que el Indio Solari llamaría “el principio rector del placer”. Es simple: un libro me gusta o no. Si no me gusta, lo dejo caer y ya no vuelvo a pensar en él, por más que los suplementos literarios del mundo juren que es una obra maestra. Si me gusta lo disfruto hasta el final. Y si me gusta mucho se queda orbitando mi alma como un satélite de última generación, por más que pasen años, gobiernos y modas.
Lo primero que me sorprendió de la lectura fue que me lo había olvidado todo. Pasé por El agua electrizada, Un poeta nacional y El mal menor como si fuese la primera vez. Pensé entonces, con algo de temor, que en su momento las novelas de Feiling debían haberme gustado y nada más. Por algún motivo no las ubicaba en mi carta satelital. Terminé entendiendo la razón mucho antes de llegar al ‘bonus track’. Insisto: la memoria –la mía, al menos- es más rara que la mierda. A veces creo que tiene mucho de medusa: porque es de una plasticidad infinita, virtualmente inasible; porque es traslúcida pero nunca transparente; y porque si te aproximás demasiado, produce un ardor de morirse. Yo creo que olvidé los libros de Feiling para poder escribir los míos sin sucumbir a lo que suele llamarse la angustia de las influencias. Yo creo que elegí olvidármelos hasta que di mis primeros, torpes pasos. Y entonces el satélite volvió a emitir señales.
Durante estos años, desde el sitial de lector, le he estado reclamando a los escritores argentinos una serie de cosas que sólo encuentro raramente. Que sus libros me produzcan placer, para empezar. (No me molesta que la historia que se narra me haga sufrir, pero no tolero que el texto lo haga.) En segundo lugar, que me entretengan. (Para mí el aburrimiento es el primero de los Pecados Capitales en un escritor.) También les pido que no me subestimen. (No me molesta leer textos de gente más inteligente que yo, por el contrario, es parte de la gracia.) Y por último, que no me hagan perder el tiempo con boludeces. Aquí en ‘boludeces’ pongo una nota al pie, que en letra más pequeñita debería decir, allá abajo: ‘Me refiero en especial a las boludeces culteranas. Ya sé que la vida es complicada, pero precisamente por eso la encuentro demasiado entretenida para desperdiciarla en masturbaciones de laboratorio. Yo les pido a los escritores que sean intensos, que me lleven donde nunca fui, que me arranquen de la comodidad de mi existencia de una patada en el culo. Antes que leer elucubraciones de alguien que parece no haber cruzado nunca el umbral de su casa, prefiero divertirme con mis hijas o beber con mis amigos’. (Fin de la nota al pie.)
Lo que mi memoria-medusa hizo fue simple: ocultó por un rato que todo lo que hoy le reclamo a los escritores argentinos Feiling ya lo había hecho en su momento. Leerlo es un placer sublime. Sus novelas son entretenidas en el mejor de los sentidos. Jamás subestiman al lector. Cada una de sus páginas revela a un tipo enamorado de la literatura, pero también a un enamorado de la vida, con la intensidad elegante que imagino fue su marca de fábrica. Aun en las situaciones desesperantes, sus personajes disfrutan de los placeres que nos depara la existencia: el sexo, conocer mundo, liar un cigarrillo, ver cine, comer bien, beber mejor y leer (y releer) libros que nos vuelen la cabeza. Los protagonistas de los relatos de Feiling pueden leer, sí, y muchos hasta escriben, pero ante todo toman la vida por las astas. No se dejan abrumar por la realidad por jodida que sea y tampoco la niegan: por el contrario, intervienen en ella para modificarla, aunque exista la posibilidad de que todo salga como el culo. Lo hace Antonio Hope en El agua electrizada, lo hace Esteban Errandonea en Un poeta nacional, lo hacen Inés Gaos y Nelson Floreal en El mal menor.
Están tan decididos a ser, que las cuestiones del género al que han arrimado sus vidas los tienen sin cuidado: Hope entiende que se ha metido en un policial, Errandonea querría creerse protagonista de una aventura romántica e Inés sospecha que ha pasado formar parte de una de terror, como las películas de John Carpenter que tanto le gustan a su socio. Feiling tenía tan claro como ellos qué era lo importante y qué lo banal; se me hace que estaba muy seguro de quién era. Por eso podía incluir una cita de Apuleyo, pero colgándole otra que reivindicaba a un autor a quien muchos escritores desprecian: un párrafo de un gran relato de Stephen King, The Man in the Black Suit, completa los acápites de El mal menor. ¡Y La tierra esmeralda tenía toda la intención de ser un ‘fantasy’, el territorio por antonomasia de Henry Ridder Haggard, de Robert Howard y de Lin Carter, del mismísimo J. R. R. Tolkien!
Me fascina de Feiling la naturalidad con que cortó el nudo gordiano de los prejuicios para narrar lo que quiso y como quiso, dando por sentado de hecho que aquí también podemos hacerlo. Todos sus personajes son argentinos, y a la vez ninguno de ellos siente el complejo de la presunta periferia: no hace falta ser inglés, o francés, o norteamericano para que te quede bien el traje de los géneros literarios, sean los que sean. La aventura de la imaginación no reconoce banderas. Feiling, que venía de tantas partes y era depositario de tantas tradiciones, no parece haber sentido que su argentinidad era un impedimento, sino muy por el contrario: la mejor de las excusas para probarlo todo.
Ahora que el satélite Feiling volvió a emitir en mi universo señales que reconozco y comprendo, ahora que estoy escribiendo una novela de ‘fantasy’ como quiso ser La tierra esmeralda, siento que la reedición de sus novelas me quita un peso de encima. Como lector, ya no necesito explicarles a los escritores argentinos qué es lo que espero de ellos. De aquí en más me basta con decir: lean a Feiling. Que es, por cierto, el mismo consejo que daría a todos los lectores, a los que todavía no lo descubrieron y a los que como yo, cometieron el error imperdonable de distraerse.
Me gustaría creer que la única imagen suya que conservo tiene un sentido posible. Que Feiling está allí parado por un motivo, custodiando un umbral que yo deseo cruzar. Hace falta coraje para cruzarlo, y por supuesto algo más. Imagino que abre la boca, y que como no puedo ponerle otra voz que la de Leonard Cohen me dice: There ain’t no cure for love, no hay cura para el amor. Una frase que sólo puede haber concebido un escritor maravilloso con un corazón que funciona a pleno, como estoy seguro que lo era Feiling.
Si se me permite el juego de palabras, diría que Feiling failed no one, que no se falló a sí mismo ni a los que lo amaron, porque en buena medida no estaba dispuesto a fallarle a los lectores –ni siquiera a aquellos que todavía no lo conocían.
Ahora es nuestro turno, en todo caso. Nuestra hora de no fallarle a Feiling.
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Mientras me preparaba para la presentación del libro de Charlie, que ocurrió ayer jueves en la Boutique del Libro de Palermo, me enteré de la muerte de Fontanarrosa. Supongo que terminaré hablando de él, pero ya no hoy. Demasiadas tristezas para un solo día.