Marcelo Figueras
Hoy Shakespeare sería un guionista’, le dijo George Steiner a Juan Cruz en el dominical de El País. Estoy de acuerdo. Un hombre acostumbrado a beber la reacción del público como si fuese el agua necesaria para vivir no se resistiría a la multiplicación que representan el cine y la TV. Y mucho menos a estar en la cresta de la ola, en aquel medio popular -el adjetivo no está de más aquí: el teatro isabelino era la TV de su día- donde se estén cocinando las obras más interesantes, más vitales y más cuestionadoras. ¿O acaso no resulta evidente que la ficción televisiva de hoy produce relatos más profundos y perturbadores que buena parte de la novelística actual?
Viendo los materiales extras de la quinta temporada de The Wire, descubrí a Joe Klein -columnista político de la revista Time y autor de aquel best-seller político de consecuencias incendiarias, Primary Colors- suscribiendo un argumento parecido. ‘¿Qué a The Wire no le han dado nunca un Emmy? ¡Si tendrían que darle el Nobel de literatura!’, dijo, sin temor a ser hiperbólico. Yo al menos atesoraré la edición en TV de las cinco temporadas en el estante de mis obras dilectas, desde Moby Dick -la novela original- a Citizen Kane, desde Prime Suspect -la miniserie inglesa- hasta Watchmen… y las obras completas de Shakespeare, por supuesto. Porque mi cabeza no hace distingos entre soportes: en el fondo no importa si se trata de novela u obra teatral, serie de TV, cine o historieta, lo que busco son historias inolvidables. ¡El formato es lo de menos!
Y de manera consistente, The Wire ha sido para mí una historia inolvidable. En su entrega final, el creador y productor David Simon -asistido por un equipo del que forman parte los maravillosos escritores Dennis Lehane, George Pelecanos y Richard Price- se ha centrado en el mundo de la prensa, y en particular en la decadencia de los diarios, formulándose la pregunta de cuán lejos se puede llegar con una mentira. (En una sociedad como la nuestra, la tentación es creer que se trata de una pregunta retórica.) Siempre centrada en Baltimore -que es el mundo, qué duda cabe- y con eje en un grupo de policías que tratan de hacer su trabajo en contra de la burocracia, de las presiones políticas y de los recortes de presupuesto, The Wire vivirá para siempre como un relato sobre un sistema que devora a sus criaturas y escupe sus huesos para saciar la sed general de espectáculo. Al tiempo que analizaba en profundidad el laberinto sin salida de nuestras sociedades, The Wire creó una galería de personajes imperecederos. El cierre de su temporada final, enhebrando los destinos de gente tan disímil como el killer Omar Little (Michael K. Williams), el drogadicto Bubbles (Andre Royo) y el adolescente Duquan Weems (Jermaine Crawford, interpretando uno de los personajes más desgraciados de la historia desde Oliver Twist -pero sin final feliz), constituye uno de los picos más altos del arte al que ha llegado la TV en su medio siglo de vida.
Yo no puedo evitar sentirme identificado en alguna medida con el renegado de Jimmy McNulty (Dominic West). Contemplando el arco de su historia, la vinculé a la definición de la vida que George Steiner atribuyó a Samuel Beckett en la entrevista de Juan Cruz: ‘Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor’.
En eso estamos todos.