Marcelo Figueras
Habrá quien imagine que, una vez llegados a una posición de notoriedad, los artistas dejan de manifestar admiración por otros artistas para convertirse en fans excluyentes de sí mismos. En lo que respecta a este escritor, mi devoción por una tonelada de artistas sigue siendo tan reverente como siempre: creo haber dado cuenta de ella mil y una veces en este mismo lugar… Pero a veces voy más allá, incluso. Les cuento el último episodio de lo que aquí en la Argentina llamaríamos mi cholulez. Conservo aquí la prueba del delito, junto al teclado del ordenador.
Mi última lectura en Alemania tuvo lugar en la maravillosa librería Bittner de Colonia (una ciudad que fue destruida en su mayoría durante la guerra, por lo cual sus edificios datan de los años 50 para adelante y son clara, decididamente feos; me hizo acordar a Buenos Aires, sólo que nosotros no podemos echarle la culpa a otra guerra que la que solemos practicar contra nosotros mismos), presentado por Kersten Knipp ante un público muy cálido que me hizo firmar muchísimos ejemplares de La batalla del calentamiento -como si yo fuese la gran cosa. Después de eso regresé a Madrid, donde un amigo me devolvió un libro que le había prestado en Buenos Aires. Se trataba de The Conversations: Walter Murch and the Art of Editing Film de Michael Ondaatje, autor de The English Patient y Divisadero -y uno de mis escritores favoritos, como ustedes ya saben. Como su título sugiere, no se trata de otra novela sino de un libro de conversaciones entre Ondaatje y Murch, editor de la saga de El Padrino, Apocalypse Now y por supuesto The English Patient. Se lo había prestado a Juan Gabriel Vásquez antes del Hay Festival, ocasión en la que él mismo debía conversar con Ondaatje. Ahora el libro regresaba a mí, aunque ya no era el mismo libro.
Siempre me precié de ser un hombre discreto, enemigo del cholulaje ante los artistas. Entrevisté a mucha gente famosa en mi vida, y sólo me saqué una foto con Martin Scorsese durante el Festival de Venecia. (Hoy me arrepiento de no haber hecho lo mismo con Paul McCartney.) Desde pequeño conservo esta noción de que los artistas son gente importante, casi sagrada, a la que no sería injusto importunar. (Los sobrevaloro, ya lo sé. Aunque tan sólo un poquito.) Hace poco leí la anécdota en que Brandon Flowers, cantante de The Killers, recordaba haber asustado a Morrissey cuando lo atendió en un restaurant: por aquel entonces Flowers era camarero y Morrissey su ídolo, al que de tanto mirar con ojos adoradores sumió en un ataque de paranoia.
Pero este libro es hoy algo diferente para mí. Ya no tiene tan sólo el inmenso valor de su contenido. Ahora guarda algo más, por obra de Juan Gabriel, que le pidió a Ondaatje que hiciese algo por el fan de su amigo que le había prestado The Conversations. Así que ahora la primera página dice, en tinta negra por encima de los helicópteros de Apocalypse: ‘For Marcelo, best wishes. M. -‘
Oh sí. ¡Tengo un libro autografiado por Ondaatje!