Marcelo Figueras
Tardé meses en comprarme el DVD de The Constant Gardener. La película me había dejado tan triste que tuve que hacer acopio de coraje. Pero al fin lo hice y volví a verla. Tanto o más que la primera vez, me pareció una película bellísima. Creo que no valoramos lo suficiente el hecho de que algunas de las mejores películas del último tiempo hayan sido dirigidas por latinoamericanos. Los amigos de Hollywood se las verían en figurillas para encontrar cuatro films suyos que estuviesen en el nivel de este Jardinero fiel dirigido por el brasileño Fernando Meirelles, de Children of Men (Adolfo Cuarón), de Babel (Alejandro González Iñárritu) y de El laberinto del fauno (Guillermo del Toro).
Basada en la novela homónima de John Le Carré –que no leí-, The Constant Gardener responde a los lineamientos del thriller internacional: un país africano (Kenia), una ex potencia colonial con intereses económicos en el lugar (Gran Bretaña) y el poder casi omnímodo de las compañías multinacionales, en este caso farmacéuticas, utilizando a los kenianos como conejillo de Indias para una medicina con la que planean ganar billones. Pero más allá de los ropajes del género que Le Carré cultiva, The Constant Gardener es en esencia una historia de amor: la del diplomático inglés Justin Quayle (Ralph Fiennes, que parece haber nacido para estos roles desgarrados de enamorado con mala pata) y su esposa Tessa (Rachel Weisz), una trabajadora social que decide hacer algo para impedir que la compañía farmacéutica siga matando kenianos –y al intentarlo desata las iras del monstruo, que tiene más cabezas que una hidra.
No es mi intención pasar por alto el tema político que The Constant Gardener plantea. Como ciudadano del Tercer Mundo, conozco de cerca los manejos de estas empresas todopoderosas que hacen estragos en nuestros países, tan faltos de controles legales y tan propensos a la corrupción. Pero me gustaría detenerme en el corazón de la película, porque a fin de cuentas es lo que la hace funcionar como funciona.
The Constant Gardener debe convencernos de que el apocado Quayle será capaz de desenmascarar una conspiración internacional, escapando una y otra vez a sus perseguidores y superándolos en ingenio. La única forma de que el relato nos convenza de que Quayle hará semejantes cosas sin convertirse en James Bond, pasa por su relación con Tessa. Quayle es apenas un hombre gris que de repente empieza a preguntar demasiado. Si decide perseverar a riesgo de su vida, es porque no sabe de qué otra forma seguir amando a Tessa que no sea la de completar su labor, terminar lo que ella dejó inconcluso; más allá de ese deseo, nada importa ni importará ya.
La película resulta tan conmovedora porque las escenas de intimidad entre Justin y Tessa son pura luz. Créanme, debe haber pocas cosas más difíciles en el terreno de lo narrativo que transmitir que dos personas se conocen y se aman de verdad en tan sólo unos segundos de película. Los escritores de una novela o de un cuento pueden volver a esas páginas todas las veces que sea necesario, durante años incluso, hasta que les queden bien. Un equipo de filmación tiene tan sólo unas pocas horas para lograrlo. Es mérito de Meirelles, de Fiennes y de Weisz (radiante como nunca, la pediría en matrimonio si no estuviese ya casada), del guionista Jeffrey Caine, del director de fotografía César Charlone y de todo el equipo el haber producido algo tan bello jugando contra el reloj. Se trata de escenas mínimas, de esas que cualquiera tiende a soslayar porque no avanzan la trama: una ocurre en la cama, otra en el baño. Pero narran el amor de Justin y Tessa con tanta verdad, que el espectador no duda que de estar en el sitial de Quayle haría lo mismo, ni más ni menos: cualquier cosa con tal de mantener viva la flama de la relación, un romance de esos con los que todos soñamos.