Marcelo Figueras
No poseo un ejemplar de The Devil’s Dictionary, la miscelánea escrita por Ambrose Bierce, pero sí tengo infinidad de libros que citan sus inefables definiciones. Ayer, sin ir más lejos, consulté Opium: A History, de Martin Booth, en busca de datos para una ficción en la que trabajo, y me topé en su primera página con una perfecta definición debida a la pluma de Bierce. “Opio: una puerta sin llave en la prisión de la identidad. Conduce al patio de la cárcel”. Bierce también es uno de los más grandes contribuyentes a un libro de citas cínicas que frecuento, The Portable Curmudgeon. Allí figuran, por ejemplo, las definiciones de “diplomacia” (“El arte patriótico de mentir por el país de uno”), “santo” (“Un pecador muerto, revisado y editado”) y “amor”: “Una locura temporaria, que se cura mediante el matrimonio”.
Cualquiera que se meta en internet encontrará más citas memorables. Por ejemplo: “Idiota: miembro de una enorme y poderosa tribu cuya influencia sobre los asuntos humanos ha sido siempre dominante y controladora”. O también: “Cañón: instrumento que se utiliza en la rectificación de fronteras nacionales”. Y la genial: “Corporación: mecanismo ingenioso para obtener beneficio individual sin responsabilidad individual”.
Algunos de los dardos de Bierce cortan dolorosamente cerca del hueso. Por ejemplo en su definición de “voto”: “Instrumento y también símbolo del poder del hombre libre para actuar como un tonto y devastar a su país”. O todavía más, cuando se mete con la noción de justicia: “Una mercancía en estado más o menos adulterado que el Estado le vende al ciudadano como recompensa por su fidelidad, por los impuestos que paga y por sus servicios personales”.
Lo que sí resulta inusual es encontrarse con una definición de un autor contemporáneo que le recuerde a uno la genialidad de Bierce. Yo me topé con una el domingo, leyendo un artículo de Rodrigo Fresán en el diario Página 12. Allí Rodrigo, hablando de los años 60, escribió: “Esos años en que los niños de mi generación aprendían a caminar, mientras sus progenitores tomaban las primeras lecciones para salir corriendo”. Me pareció brillante. Para los norteamericanos y para muchos europeos, los 60 despiertan memorias de rebeldía juvenil, Beatles versus Rolling y flower power. Para los latinoamericanos, en cambio, esa década es más memorable por los palos recibidos que por las rebeliones intentadas; y qué decir de los 70, entonces. Poco antes de desaparecer (literalmente hablando) al sur del río Grande, Bierce escribió que ser gringo en México era “una forma perfecta de eutanasia”. Los que sobrevivimos a los años 70 en este subcontinente nos atreveríamos hoy a reescribir la frase: en buena medida, ser latinoamericano en la Latinoamérica de los 70 era también una forma de eutanasia.
Si Bierce viviese, debería dedicarle a aquellos años un volumen llamado The Devil’s Decade.