Marcelo Figueras
No sé ustedes, pero yo vi los tres debates Obama-McCain de pe a pa. Supongo que, más allá de lo estrictamente político (¿quién puede sustraerse al destino del país más poderoso e influyente del planeta?), lo que me atrae de los debates es el aspecto (melo)dramático del asunto: el hecho de que cuestiones tan serias, tan de vida o muerte para millones de personas -la mayoría de las cuales, por cierto, ni siquiera son estadounidenses- se diriman de acuerdo a las reglas más esenciales del espectáculo teatral.
¿Sabían que el miércoles, por ejemplo, ambos protagonistas reclamaron tener una salida de aire acondicionado sobre ellos, para no aparecer sudados al término de hora y media de debate ininterrumpido? (Tal como le pasó a Nixon tan notoriamente, cuando perdió la contienda televisiva con Kennedy.) Haciendo abstracción de las palabras y sus argumentos, ¿cuánto dicen las expresiones y el lenguaje corporal de los contrincantes? Obama, por ejemplo, guardó compostura ante los ataques de McCain, aun cuando muchos de ellos eran simplemente disparatados. Pero creí entrever un gesto particular (una forma de morderse el labio inferior al mismo tiempo que lo empujaba hacia delante) que me sugirió que callar en ese instante le estaba costando un enorme esfuerzo. En lo que hace a McCain, dado que seguí el debate por CNN que transmitió con la imagen de los dos candidatos en pantalla partida, los planos del republicano me resultaron imperdibles. La forma en que se entusiasmaba cuando creía encontrar una grieta en la armadura de Obama, sumado al brillo febril de sus ojitos y la forma en que movía sus brazos demasiado cortos, me hizo acordar todo el tiempo al Gollum de The Lord of the Rings: lo único que le faltó fue mascullar por lo bajo my precioussss…
La primera víctima de un espectáculo semejante es la racionalidad. Del mismo modo en que muchos le hablan a los jugadores del partido de fútbol que están viendo por TV, yo me la pasé increpando a la pantalla sin poder creer lo que oía… y lo que no oía. ¿McCain pretendiéndose ofendido por los ataques demócratas, cuando se la ha pasado incitando abiertamente a la violencia en sus rallies, al igual que su compañera de fórmula Sarah Palin? ¿Obama perdiéndose la oportunidad de marcar la diferencia entre lo que significa criticar políticas -tal como él hace con las políticas de McCain- y criticar a la persona -como McCain sigue haciendo con Obama, de modo tan falaz como inclemente?
En el fondo, presumo, lo que me atrae a los debates y a las elecciones y tantas otras formas públicas de dirimir una contienda (lo que fue aquí en la Argentina el conflicto con la oligarquía agropecuaria, por ejemplo) es la forma -dramática, nuevamente- en que sintetizan la disputa que cada uno de nosotros sostiene entre su mejor y su peor parte, entre la pulsión del miedo que impulsa a privilegiar la salvación personal y el deseo de hacer posible la justicia para aquellos que nunca la reciben.
Ningún debate ni ninguna elección zanjará esta disputa, que vivirá en nosotros hasta nuestro último segundo.