Marcelo Figueras
¿Se enteraron del caso de los empresarios ejecutados que obsesiona por estos días a la Argentina? Brevemente: hace un par de semanas alguien secuestró y asesinó según códigos mafiosos a tres jóvenes socios, ligados por negocios farmacéuticos. Según parece, al menos uno de ellos estaba vinculado al tráfico de medicamentos falsos -ah Harry Lime, cuánto daño sigues haciéndonos- y el trío en su totalidad habría intentado empezar a exportar efedrina a otros países, una sustancia que los países donde se produce droga a escala industrial -México, por ejemplo- necesitan como agua. Para añadir leña a este fuego, el domingo se habría suicidado un cuarto hombre, ligado a los primeros por su actividad farmacéutica y sus deudas millonarias.
Como imaginarán, la cuestión ha dado y sigue dando tela para hablar sobre el tema del narcotráfico en Latinoamérica y la forma en que la Argentina estaría empezando a participar del ciclo: por el momento, facilitando insumos que aquí son más baratos que en México -como la efedrina, sin ir más lejos. Pero a mí me ronda por otras razones. No puedo dejar de pensar en los muertos. Sus características comunes me resultan significativas: gente de clase media, bien educada, blanca, de un pasar más que generoso a pesar de deber millones de dólares (los secuestradores incendiaron la 4×4 de uno de ellos, tratando -imagino- de enviar un mensaje), frecuentadores del mismo gimnasio y de edades que rondan la treintena -es decir, que fueron niños durante la dictadura y jóvenes durante el vale todo moral de la década Ménem.
Sería un error generalizar de manera instantánea. Pero no puedo dejar de preguntarme qué efectos tiene sobre una generación el hecho de crecer en una sociedad en bancarrota ética y espiritual. Haberse educado en la Argentina de la impunidad, haber mamado la frivolidad criminal del menemismo -los cuatro muertos formaban parte de la clase social que gozaba del momento y veraneaba en Miami mientras Menem malvendía el país y los pobres se devoraban a sí mismos- debe dejar marcas indelebles en muchas almas carentes de buena raiz y mejor sustento. Si la política, las instituciones y los medios pregonan con fanfarria que el dinero es el bien supremo, que el fin justifica todo medio, ¿a quién puede extrañarle que alguien amase fortuna mediante uno de los crímenes más deleznables que pueda concebirse -esto es, suministrarle a los enfermos una medicina que no es tal?
En El tercer hombre -la película de Carol Reed, el relato de Graham Greene-, Harry Lime funcionaba como un monstruo. En la Europa de posguerra, alguien que adulteraba la penicilina que se suministraba a los niños no podía ser calificado de esa forma. Nos guste o no, la Argentina del siglo XXI es una fábrica de Harry Limes. Y la abundancia de Limes los torna (horriblemente) comunes, en tanto la normalidad es una simple cuestión de promedios numéricos. Aquí hay Harry Limes en la política, en el gobierno, en las instituciones, en los medios, en las empresas…
Y estamos nosotros, también: niños en situación de riesgo, preguntándonos a diario si la penicilina que nos previene de la muerte es lo que dice la etiqueta -o apenas un placebo.