Marcelo Figueras
Me pregunto si puedo hablar de la cuestión de la novela en Hispanoamérica, dado que formo parte del baile. Y me cuestiono también la validez de mi opinión al respecto, en tanto sé que soy un pésimo lector de las ficciones escritas por autores de nuestro continente y también de las españolas. Me respondo entonces que el hecho de escribir ficción no invalida que hable sobre la novela: tengo tanto derecho a hacerlo como un lector, un editor, un crítico. (En esencia -esto es algo que se me olvida nunca- sigo siendo lo que fui originalmente, esto es un lector más, con todos los derechos y obligaciones del caso.) Y me contesto además que mi testimonio es válido a pesar de ser tan mal lector de ficción hispanoamericana, porque las razones que me hacen así tienen que ver con el quid de la cuestión.
En primer lugar, no leo demasiadas novelas originales en español porque lo que sé de ellas no basta para atraparme, para concitar mi interés. Estoy informado, sí, pero no logro interesarme del todo. Lo cual es preocupante, al menos para mí. Porque significa que no encuentro novelas que puedan convertirme en lector, cuando lector es todo lo que deseo ser. Y al preguntarme a qué se deberá este desierto recuerdo algo que me ocurre cada vez que viajo por nuestros países. Siempre descubro novelas y novelistas de los que nada sabía, cuyos libros no llegan nunca a mi país. A pesar de internet, a pesar de las casas editoriales de alcance internacional, la circulación de nuestras obras por el continente idiomático es pésima, quizás peor que nunca. Los diarios y las revistas especializadas son una correa de transmisión más ineficiente, más atomizada que hace veinte, treinta años. Cuando era chico leía en tal diario o cual revista que el autor Equis era magnífico, posiblemente un genio. Corría a comprar su obra y comprobaba que el periodista o crítico había dicho la verdad, o cuanto menos no había estado del todo errado. Ahora leo cosas semejantes y cuando acudo al ensalzado autor Zeta me siento engañado: por Zeta y por el medio en que leí sus loas.
Es posible que la novela que estoy buscando no haya sido editada aún. Hace un par de días Rolando Gabrielli decía aquí mismo, en un comentario: "El público está cada día menos educado, preparado para leer textos trascendentes. Hoy Tolstoi y Dostoievski se morirían de hambre". Pero también es posible que la novela exista y haya sido editada… y que nunca nos hayamos enterado de su existencia. Kundera se pregunta: "¿Dónde están hoy los grandes poetas? ¿Han desaparecido, o es que sus voces se han vuelto inaudibles?"
¿Saben de muchas novelas contemporáneas, editadas en Hispanoamérica, que cumplan con el modelo kunderiano? Novelas que observen la moralidad del buscar conocimiento profundo por la vía de la belleza. Novelas que tengan ‘la sabiduría de la incertidumbre’. Novelas que digan, o cuanto menos insinúen, cosas que no han sido dichas nunca. Novelas que perturben, que nos sugieran que las cosas no son tan simples como parecen. Nacidas de novelistas que sean como "exploradores tanteando el camino en el esfuerzo de revelar algún aspecto desconocido de la existencia… fascinados no por su propia voz sino por la forma que están buscando".
Sí, ya sé. Algunos títulos vienen a la mente. Pero son escasísimos, tratándose de un continente idiomático tan poblado. Y algunos de sus autores, ay, han muerto incluso antes de tiempo. Por lo general no encuentro novelistas exploradores sino novelistas preocupados por encajar en el nicho del género. (Amo los géneros, como a ustedes les consta, pero creo que el desafío no es copiar sus recetas sino reinventarlos desde dentro: subvertirlos.) O novelistas ocupados en escribir en los márgenes de los nombres de moda que por supuesto vienen de otro continente: sub-Bernhardts, sub-Houellebecqs. O novelistas aliviados por la posibilidad de especular sobre el azar (ah Paul Auster, cuánto daño has hecho sin desearlo), en la medida en que eso los releva de la responsabilidad de "investigar la vida humana en medio de esta trampa en que el mundo se ha convertido".
Lo que percibo en general es una increíble falta de ambición. Una aceptación, una subordinación voluntaria al hecho de formar parte de una presunta periferia: muchos escriben lo que desde los centros de poder mundial se supone que debemos escribir los que vivimos en otra parte, los que pensamos y soñamos en otro idioma: ejercicios de estilo inconducentes, filigranas; o miserabilismo, color exótico de Tercer Mundo. Escribimos como si aceptásemos que estamos en inferioridad de condiciones, como si diésemos por sentado que no podemos dialogar de igual a igual con los grandes -y no me refiero a los grandes de hoy, sino a los de siempre. A la hora de sentarse a escribir no existen escalafones predeterminados: todo escritor es un Cervantes potencial, un Kafka, un Murakami. Hace falta talento, eso está claro. Pero lo primero que hace falta es coraje.
Les pido perdón por este discurso interminable, que ante todo me interpela a mí mismo. Ocurre que en la inminencia del Año Nuevo me puse a pensar en lo que deseaba para el 2008. Lo primero que vino a mi mente fueron los buenos deseos de rigor. Les deseo a todos ustedes ‘más vida’, en el sentido de la bendición bíblica arrancada al Angel a brazo partido: no tan sólo una vida más larga, sino una vida que sea ‘más’ en sí misma. Pero además pensé que deseaba -para mí, para ustedes- que de una vez por todas apareciese una de ‘esas’ novelas que nos revela que lo que considerábamos imposible es posible, que lo que parecía inconcebible es natural, que donde veíamos muro se ha abierto una puerta.
Ojalá el 2008 sea ‘ese’ año. El año bisagra.
Felicidades para todos.