Marcelo Figueras
Compré mi ejemplar en vinilo de Closer en 1986, durante mi primer viaje a Londres. Lo envié a por encomienda a Madrid, ciudad que cerraría ese periplo europeo con tanto de iniciático, junto con la tonelada de libros, películas en video y todos los otros discos que había adquirido allí; en ese mundo pre-Amazon, significaban para mí nada por debajo de un tesoro. Por ese entonces no había escuchado de Joy Division otra cosa que no fuese Love Will Tear Us Apart. Pero la seducción de ese single póstumo, difundido poco después del suicidio de su cantante Ian Curtis -en mayo de 1980, ahorcado en la cocina de su casa-, hizo que Closer se me tornase irresistible desde la portada. La tengo aquí a mi lado, todavía elegante y fúnebre, desprovista de toda información más allá del título, el nombre de la banda y la lista de las canciones. La foto -unas estatuas de mármol en blanco y negro, seguramente parte de una tumba- en combinación con el nombre del LP conformaban la más inequívoca de las promesas: ¿o acaso no estamos todos más cerca –closer- de la muerte a cada instante que transcurre?
Menciono lo del viaje porque Joy Division también tuvo que ver con otra travesía iniciática, la del fotógrafo holandés Anton Corbijn. El fotógrafo del rock por antonomasia -co-autor de buena parte de la mística de U2, desde la portada misma de The Joshua Tree- era a fines de los 70 otro joven de la Europa continental que peregrinaba a Inglaterra en busca de sus héroes musicales. Uno de sus objetivos era conocer a los integrantes de Joy Division, adalides de la escena de Manchester que también lanzaría a bandas como The Smiths. De ese encuentro inicial queda una foto tomada por Corbijn, en blanco y negro, de los cuatro integrantes de la banda (Curtis, Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris), subiendo la escalera que los saca de un túnel. Todos están dándole la espalda -menos Curtis, que lo mira por encima de su hombro, diferenciándose del resto y a la vez haciendo al fotógrafo depositario de un secreto.
Casi treinta años después, Corbijn debutó como director de largometrajes (además de fotos hizo muchos videos musicales, entre ellos Personal Jesus de Depeche Mode, Heart-Shaped Box de Nirvana y Electrical Storm de U2) con el film Control, dedicado a contar la tan breve como intensa vida de Ian Curtis.
Control no cae en ninguno de los lugares comunes de las biopics de estrellas de rock. Es un film terso, con una fotografía en blanco y negro que funciona como maná caido del Cielo y una dramaturgia aplicada a narrar un doble anacronismo: el de un tiempo en que todavía se podía ser parte de una banda exitosa y seguir viviendo en la casa de siempre del barrio de siempre de la ciudad de siempre (hablo de una era analógica, post punk y pre dark, sin internet ni teléfonos móviles, en que las palabras y los hechos todavía no habían sido víctimas de la sospecha posmoderna), y el de un joven que, en consecuencia, siente que debe estar a la altura de sus promesas. Casado con su novia de la adolescencia, Debbie, Ian Curtis se metió de lleno en la vida provinciana de Manchester antes de entender que no estaba hecho para reproducir la existencia de sus padres. Siendo cantante de Joy Division se enamoró de una chica belga, Annik Honoré. Pero en lugar de hacer lo que tantas otras estrellas de rock -y tantos hombres, dicho sea de paso-, Curtis no logró juntar coraje para dejar a Debbie, que por entonces ya era madre de su hija Nicole. Desgarrado por esos amores, como profetizaba aquella canción que fue la primera en que oí su voz, y acuciado por una epilepsia que -según temía- terminaría apartándolo de todo y de todos, Curtis puso fin a su vida cuando todavía no había cumplido 24 años.
Control es una historia de amor(es) bella y triste, propulsada por música que para muchos de nosotros sigue siendo inolvidable. Uno de los méritos de Corbijn es el de haber logrado que el film triunfe en sus propios términos: nunca se siente como la típica biografía hollywoodense, sino como una historia sui generis que parece tener lugar en tiempo presente, delante de nuestros ojos. Mis respetos para el debutante Sam Riley, que además de cantar los temas prueba ser un Ian Curtis memorable.
Ah, si hubiese sabido entonces cuántos desgarros me depararía el amor…