Marcelo Figueras
Escribo desde Londres. Una de mis ciudades favoritas. A pesar de haber nacido en las antípodas del orbe, marcado por un destino sudamericano, no puedo evitar pensar que cada una de sus esquinas encierra alguna resonancia de mi pasado. Calles que me hablan de Sherlock Holmes: Baker Street, Scotland Yard, Charing Cross, donde su estatua de cera se exhibe en la vidriera de la librería Murder One. Pubs y carteles que remiten a Dickens -uno de ellos me guió a la Casa Museo de Daughty Street. Monumentos que mantienen vivo el arte shakespiriano, como la reconstrucción del Globe Theatre donde años atrás vi King Lear con mis hijas. La ciudad entera parece el paisaje virtual de mis influencias culturales. Si hasta una tienda como Liberty’s, con su falso estilo Tudor, conjura el fantasma desafiante de Christopher Marlowe entre tanta tienda de lujo.
Volví a la abadía de Westinster, donde además de reyes -de Ricardo II a la celebérrima Elizabeth- están enterrados tantos escritores y enterrados tantos poetas. Lewis Carroll, W.H. Auden, T. S. Eliot. Me detuve inevitablemente en la tumba de Dickens, una laja gastada sobre el suelo: caminamos sobre los restos de los grandes. Sentí la necesidad de agradecerle en silencio por tantas buenas horas, tantos sentimientos honrosos, tanta belleza. Los ingleses han hecho mucho daño a lo largo de la historia -me viene a la mente uno de los últimos, al abandonar Palestina como lo hicieron y dejar sembrada la semilla del conflicto interminable- pero produjeron tantas obras hermosas que no puedo menos que guardarles afecto. Ningún pueblo que honra a sus poetas en el mismo sitio que a sus reyes puede ser del todo malo.