Marcelo Figueras
Vaya a saber uno cómo fue el bar El Cairo en su hora de gloria. Ahora está refaccionado a nuevo, en la misma esquina de Sarmiento y Santa Fe, a metros del cine El Cairo y por ende en pleno centro de Rosario. Pero mentiría si dijese que a pesar de su modernidad no me emocionó estar allí, acodado sobre una mesa y haciendo lo inevitable: esto es, escribiendo. Supe de El Cairo por Fontanarrosa, pero si no me equivoco la primera vez que oí de él fue por culpa de la escritora rosarina Angélica Gorodischer. Creo que uno de los personajes más entrañables de Angélica, el viajante de comercio intergaláctico Trafalgar Medrano, recalaba allí cada vez que paraba en Rosario, en merecido descanso de sus travesías interestelares. Bebiendo el café negro de rigor, me pregunté mientras miraba para todas partes –me faltaba el cartel de turista colgando del cuello- cuál será la razón por la que me gustan los bares “de escritores”.
En Venecia no resistí la tentación de beber algo en el Caffe Florian, que da a la piazza San Marco, a conciencia de que Charles Dickens disfrutó del lugar durante su estadía. Sentarse a una de sus mesas es igual a viajar en la máquina del tiempo. También quise disfrutar de un martini en el Harry’s Bar, pero di vueltas en vano y no lo encontré, lo cual sintetiza la relación que tengo con la literatura de su cliente más legendario, el siempre excesivo Ernest Hemingway.
En Madrid me gusta el Café Gijón, que está lleno de historia y donde alguna vez bebí algo con Rafael Azcona, José Luis Cuerda y Juan Cruz. Pero frecuento más el café del Círculo de Bellas Artes. Siento debilidad por sus ventanales con vista a la Gran Vía, por sus estatuas, por su aire que es digno sin pecar de majestuoso. Cuando estoy allí me dan ganas de escribir. Lo hice muchas veces, sacar mi libreta Moleskine en reverencia ante los maestros y ponerme a garabatear sin más, con la excusa que fuere. Está claro que ahora uno puede ir a un bar con su laptop y darle al teclado como en casa, pero aunque práctico, les juro que no es lo mismo.
Lo disparatado es que no tenga un bar favorito en Buenos Aires. Son las cosas que pasan en el sitio donde uno juega de local. El Café Tortoni posee su gracia, por cierto, pero es demasiado ruidoso y suele estar lleno de turistas, que me molestan del mismo modo en que yo molesto a los clientes del Círculo. (Esto se llama justicia poética.) Quizás se deba al hecho de que en mi ciudad tengo un refugio claro para escribir: mi propia casa, que es como el barco en que navego a diario; donde estoy a gusto, donde nadie me perturba. Cuando uno se vuelve extranjero, la casa que ocupamos fugazmente, o la habitación del hotel, no logra convertirse nunca en un hogar. Para eso están los bares. Allí me siento cómodo, allí me entran ganas de escribir, en la esperanza de que su aire conserve alguno de los átomos que los grandes exhalaron durante su paso y así pueda participar, aunque más no sea de forma vicaria, de un genio del que carezco.
Al menos ahora cuento con El Cairo, que no me queda tan lejos. La frase suena bien, parafraseando a los amantes de Casablanca: “Siempre tendremos El Cairo”.