Marcelo Figueras
Suele recomendarse a los fans de un escritor no conocerle personalmente, para no ser víctimas de la decepción. Es un buen consejo: los escritores ponemos (o deberíamos poner, al menos) lo mejor nuestro en cada libro; lo demás es efectivamente lo que nos sobra, aquello que hemos tratado de ocultar de la manera más denodada. ¿Pero qué ocurre cuando conocemos a un escritor antes de leer sus obras? O para mayor angustia: ¿qué ocurre cuando conocemos a un escritor antes que a sus obras, y nos cae muy bien? Esa fue la razón por la cual casi no leo a Andrés Neuman. Nos encontramos en Ecuador, por culpa de la Feria del Libro de Guayaquil, y me pareció un tipo fantástico. Temí que leerlo equivaliese a decepcionarme, que sus libros no fuesen sino un triste remedo del autor. Pero me equivoqué. A veces equivocarse es una alegría.
¿Por qué no lo había leido hasta ahora? Por necio, como ya quedó claro. Pero también porque era argentino, aunque su pasaporte sea español, dado que vive en Granada desde su adolescencia. Ya se sabe, tiendo -por culpa de mi propio pasaporte, seguramente- a desconfiar de la visión que buena parte de mis compatriotas tiene de la literatura. Por último, recordaba que dos de sus novelas, Bariloche y Una vez Argentina, estaban editadas por Anagrama. Temía, por ende, que como alguna otra gente que publica en la misma colección, Neuman fuese tilingo y pretencioso. Y ahora me consta que no lo es. En todo caso, me pareció sensible (uy qué miedo que da este adjetivo, en mi país críticos y escritores sacan los puñales cuando lo oyen) y ambicioso. Cosas que tienen todos los escritores que admiro. Sensibilidad y ambición. Qué tanto.
Leí Bariloche en el avión de regreso. Lo primero que me impresionó fue que un escritor tan joven -tenía veintipocos cuando salió finalista del Herralde de Novela, ahora tiene 32- supiese mantener tan cortitas las riendas del relato. Bariloche es un modelo de contención, un ejercicio rigurosísimo, más meritorio aún tratándose de una primera novela -género que, según es vox populi, suele invitar al desborde. Pero Neuman no se desborda nunca. Lo que se desborda, en todo caso, es el vertedero al que han ido a dar todas nuestras miserias. Bariloche es la historia de Demetrio Rota, un hombre que trabaja como basurero en Buenos Aires y en sus horas libres arma rompecabezas del paisaje sureño que se vio compelido a abandonar, y que ya no es más que un estado de su mente. Precisamente por el minimalismo de la anécdota, el relato reclama para sí la sugestión de un poema -o de un sueño, lo cual viene a ser lo mismo.
Se puede leer Bariloche como una analogía sobre el trabajo del escritor, que también recolecta desperdicios nocturnos. O como una profecía sobre la Argentina de la crisis, que todavía estaba lejana en el momento de su publicación. O como un relato en el límite entre la ciencia ficción y la fantasía, que me evocó a los Bradbury y Cortázar que yo leía cuando niño, sobre el destino de una civilización que no sabe qué hacer con lo que le sobra: ni sus desperdicios, ni su gente. Yo leí la novela de todas esas maneras, y también como la obra de este hombre tan encantador -y sensible, y ambicioso- de beatlemanía y luthiermanía aún mayores que las mías, al que conocí por azar y ya no pienso desconocer. Porque ahora tengo que leer Una vez Argentina, y los cuentos de Alumbramiento, y los aforismos de El equilibrista. Ah, pocos placeres más grandes que el de la anticipación.
No se pierdan al hombre nuevo.