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Aprendizaje (II)

Por 22 de mayo de 2007 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Hace unos días vi The History Boys, la película de Nicholas Hytner basada en la obra homónima de Alan Bennett. Su anécdota es simple, y a la vez engañosa: un grupo de estudiantes se gana la oportunidad de ingresar en las más prestigiosas universidades británicas, y en su preparación para el examen decisivo oscila entre apegarse a los conceptos creativos y por ende caprichosos del viejo profesor Héctor, o al approach utilitario –y por eso deshonesto, de ser necesario- del joven profesor Irwin. Digo que la anécdota es engañosa porque al describirla suena a película de Hollywood, articulando falsos enfrentamientos entre buenos y malos con catarsis garantizada sobre el final. Y The History Boys borra las líneas arbitrarias entre presuntos buenos y presuntos malos y al final nos abandona, sin habernos vendido nada más allá de la certeza de que necesitamos respuestas que exceden la duración de su metraje. En todo caso, lo que el film hace es convertirnos en un alumno más, sometiéndonos a la tormenta de ideas que tanto Héctor como Irwin desencadenan con sus rayos. Lo que saquemos del chubasco, si es que sacamos algo, será pura y exclusivamente resultado de nuestro mérito.

El joven profesor Irwin no es un villano. El desafío que plantea a sus estudiantes sería provechoso –negar los preconceptos para considerar el otro lado de las cosas, aunque esto signifique preguntarse si Joseph Stalin no habrá tenido algún rasgo positivo-, de no ser porque los motivos que lo animan son espurios: no está alentando a sus estudiantes a abrir sus mentes, a aumentar su capacidad de asimilar contradicciones, sino a fingir una originalidad que no tienen, con el único objetivo de impresionar a los miembros de la mesa examinadora. Parecer, en vez de ser. Obtener un fin sin considerar los medios. Para ponerlo en los términos de ayer: se trata de inscribirse en la carrera para obtener la mayor utilidad posible, a cualquier precio.

Lo que el viejo Héctor pretende de sus alumnos es bastante más radical: nada. Los deja hacer, da vía libre a su exuberancia natural, suscribe cada uno de sus impulsos románticos –y también algunos bastante prosaicos, dicho sea de paso- con los versos de algún poeta inolvidable, el estribillo de una canción o apelando a los diálogos de una película. Es verdad que Héctor tiene razones non sanctas por las que ansía el afecto de los jóvenes, pero su locura, diría Shakespeare, no está exenta de método. ¿Cuántos conocimientos sobrevivirán la prueba del olvido una vez que esos alumnos salgan al mundo? ¿Cuántas cosas concretas recordamos nosotros, de las miles que nos obligaron a memorizar durante el tránsito escolar? Más allá del saber puramente funcional –el uso del lenguaje y la aplicación cotidiana de las matemáticas, algunos conceptos de cultura general-, creo que lo más trascendente de nuestra experiencia de aprendizaje no queda cuantificado en boletín o planilla alguna. Lo que nos llevamos puesto, en todo caso, es lo que aprendimos sobre la convivencia con el otro, sobre nuestra capacidad de controlar nuestros propios impulsos, sobre los valores que priman en nuestro universo social. Héctor se contenta con hacer felices a sus alumnos, y con sembrar en sus corazones versos que quizás no entiendan del todo, en la esperanza de que con el tiempo, cuando la vida los enfrente a esas situaciones que, ay, nos resultan inescapables, aquellas frases de Yeats o de Breve encuentro salgan a flote, disipando con su luz la niebla de la angustia, o del simple temor que entraña ser humanos cuando nos creemos solos, únicos en nuestra desgracia.

Art wins in the end, dice uno de los alumnos. Al final gana el arte. Yo comparto la idea. En este mundo que nos conmina a ganar o ganar aunque la experiencia lo desmienta a cada paso, no hay nada como el arte para enseñarnos a lidiar con las pérdidas sin perder lo más importante: el estado de gracia.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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