
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Eduardo Benavides
Escribir una novela, decíamos, consiste en un largo proceso de maduración de una idea arborescente que emerge ante nosotros de manera nunca exacta ni, mucho menos, nítida. Vamos descubriendo lo que queremos contar a medida que avanzamos por sus primeras páginas, así como vamos viendo a los personajes y sus vidas, que toman impulso un poco a contracorriente del planteamiento inicial. Dicen los novelistas que sus personajes “hacen lo que quieren”, que “cobran vida”, que “se portan de una manera distinta” a la que el creador pensó en principio. Esa insubordinación de los personajes suena a oídos extraños como una extravagancia o una coquetería del escritor y aunque en rigor nunca es así, entiendo a mis amigos novelistas cuando dicen estas cosas. Y es que no veo posible que los personajes de una historia que nos va tomando uno, dos, tres o más años de lenta gestación no terminen por acumular a través de las mínimas acciones que realizan página a página una trayectoria ligeramente desviada de su diseño original. Ese desvío puede ser total si el novelista no ha tomado las precauciones debidas y antes de escribir la novela no ha dibujado las características del personaje, en cuyo caso puede que la novela tampoco marche bien; o puede ser un desvío mínimo si se han trabajo previamente las características de los personajes. Y ese mínimo desvío, esa insubordinación en las actitudes de los personajes, esas pequeñas sorpresas o contradicciones, son parte esencial de un buen carácter. El escritor entonces tiene que saber cuándo vuelve a la idea original y cuándo deja un poco suelta la soga para observar los detalles novedosos de su personaje. Al fin y al cabo, decíamos, una novela no es una invención: es un descubrimiento.