
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Eduardo Benavides
Muchas veces, dando un curso o un taller sobre este tema, me han preguntando acerca de la voz necesaria para contar una novela. ¿Debo narrarla en primera persona, en segunda o más bien en tercera? Quienes esto preguntan olvidan a menudo que rara vez una novela se cuenta desde una perspectiva única y que incluso en muchas novelas escritas en primera persona aparece de pronto, como la lejana melodía instilada por un hilo musical, una voz ajena a la del protagonista y narrador y que se filtra en la historia para darle énfasis a un fragmento o para alumbrar desde otra perspectiva ese territorio incierto que es la ficción. Una novela, a diferencia de un cuento, hace descansar su funcionamiento en una urdimbre compleja cuyos mimbres tejen la robustez necesaria para avanzar por sus muchas páginas. Por ello, rara vez admite la posibilidad de una voz exclusiva y químicamente pura. Y si me apuran un poco, salvo casos excepcionales, las múltiples voces de una buena novela suelen crear una atmósfera coral y al mismo tiempo tan sutil que para el lector pasa desapercibido el hecho de que, en contra de lo que cree, la novela que tiene entre sus manos está contada por una única voz. Probablemente ello es así porque la novela pretende simular la vida tal y como es, y esa atribución la obliga a desdoblarse en un sinfín de perspectivas. El cuento rara vez tolera esa multiplicación de perspectivas porque su efectividad descansa en un brío tan potente como corto. La novela es un largo camino que requiere pausas, renovados entusiasmos, arborescencias, elecciones… y voces distintas. Aunque sean apenas unas líneas, una mínima excursión a la conciencia de otro personaje distinto al que lleva la voz cantante, la novela suele nutrirse de esos cambios.