
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Eduardo Benavides
Cada vez estoy más convencido de que escribir una novela no es inventar un mundo, es descubrirlo. Me explico: hay un momento en que nuestra invención, -la trama de la novela, la biografía de los personajes, la exactitud de las relaciones entre ellos- ha generado una malla tan complicada, vasta y exacta de interconexiones, que termina por superarnos. Y es entonces en que el novelista intuye que hay un mundo del que él apenas conoce una mínima parte. Se trata de un universo complejo que el hecho de escribir va descubriendo lentamente ante sus ojos, y produciendo en su ánimo la exasperante ofuscación de quien se esfuerza por atrapar un recuerdo lejano o un sueño. Naturalmente, para que esto ocurra, es necesario haber dedicado infinitas horas a poner en marcha el andamiaje de esa suerte de pesada máquina renacentista que es la novela. En contra de lo que habitualmente se cree, la novela requiere una estrategia que sólo se vislumbra después de muchas, muchísimas horas batallando con obstinación con la bruma inicial.
Por eso, para escribir una novela hay que tener una cierta vocación esquizofrénica, una arriesgada actitud de entrar y salir de ese otro mundo en construcción (o en proceso de descubrimiento) mientras mantenemos un pie en este, en el real, en el mundo de lo cotidiano, donde llora un hijo, suena el teléfono, llama un colega para tomar las cañas o, como dice un vieja amiga mía: «si no es una cosa, es tu madre». Sin ese proceso de abstracción absoluta es imposible entender el universo de la novela que estamos generando y que sólo puede estar lleno de exactitudes, exactitudes autorreferenciales claro. Una novela es una mentira con todas las coartadas posibles. El novelista lo intuye. Y hacia allí avanza.