Joana Bonet
El 9-N en la zona alta, digamos noble, burguesa, estirada, también romántica. Entre Sant Gervasi y la Bonanova siempre se me aparecen los jardines abandonados de Mercè Rodoreda como un fantasma literario capaz de subvertir el orden del paisaje. Por ello espío las zarzas silvestres tras las tapias, los espejos rotos, las ventanas cerradas hasta oler el polvo de los muebles cubiertos por sábanas blancas y secretos macilentos. Donde la ciudad acaricia Montjuïc y se acomoda en su loma frente a un horizonte de mar. Donde las torres novecentistas se convirtieron en clínicas privadas y algunas pastelerías siguen envolviendo el croissant con papel y celo. Zona de alto standing, la preferida de los psicoanalistas argentinos, los colegios bien, los gimnasios pijos y los clubs de intercambio de parejas con interiorismo de autor. En el barrio habitan las familias de siempre que han cultivado elegancia y apellidos a pesar de ir a menos, muchos de ellos castellanohablantes: Arturus o Alfonsus, Doris, Pettys, Cucas, resignados frente a los nuevos ricos que ya se hicieron viejos y cuya tercera generación posee el nivel C2 de catalán.
Me pareció verlos a todos en la larga fila. Grupos de vecinos que apenas se dirigen palabra por no molestarse confraternizaban en un domingo de café largo y lluvia fina. Los niños jugaban en la plaza con aire festivo, como lo hacen cuando saben a sus padres contentos. La cola para votar en La Salle rodeaba dos calles. Cochecitos de gemelos y sillas de ruedas empinando la calle Solsonès, gafapastas con camisas de cuadros y mujeres sin maquillaje que se quitaban el miedo: “Hoy toca votar con el corazón, no con la razón”. El florista Prats, personaje rodorediano por excelencia, regentaba en soledad su tienda ya adornada de Navidad al estilo exuberante de la Quinta Avenida. “Quin torrent de gent”, decía tras las vitrinas de abetos blancos con cupcakes y donuts colgantes. “Es algo inaudito, no lo había visto desde el Estatut”. Hacía frío. Un vecino fue a por una olla de caldo para los voluntarios. “Creía que aquí, en la Bonanova, votarían cuatro gatos”, comentaban sorprendidos los más CiU. Nadie saltaba de alegría, pero en sus comisuras se leía la plenitud de la eficacia, como si acabaran de hacer sábado. Catalanes contenidos, alexitímicos, prudentes, pusilánimes, liberales, democristianos, exvotantes del PP soliviantados por un sentimiento que difícilmente toleran: el desprecio. En el mediodía luxemburgués del 9-N en la Bonanova, el cielo encapotado, las cafeterías bullendo, reinaba un clima de civilizada rebeldía parecida a la de los jóvenes cuando se independizan, no tanto por ser diferentes, sino por la voluntad de querer serlo.
(La Vanguardia)