Joana Bonet
Hoy no cotizan la lágrimas. Nos empequeñecemos al no ser capaces de comprender esas muertes sin contabilidad. ¿Qué ha sido de nuestro sistema sanitario de excelencia si los profesionales apenas pueden protegerse ellos mismos? ¿Y del control médico si no se puede diagnosticar a quien está infectado? Bien sabemos que no somos China ni Corea, y que los latinos tenemos fama de que se nos cae el tejado de casa encima. Se augura una vasta llanura de tiempo hasta alcanzar el dominio del virus. Aunque largo, se trata de un estado provisional, nos decimos, arrepintiéndonos de haber pensado algún día (pre-virus) que nuestra vida se hallaba en un impasse cuando en realidad desbordaba plenitud.
Han regresado las fronteras, y las fantasías de ponerle puertas al campo se han materializado. Cuando vemos películas y series, nos golpea el deseo de salir al ver a gente viajando, arrastrando una maleta, mirando por la ventanilla. La idea de viaje empieza a espesarse; recordamos el último, casi un milagro, pero a la vez rompemos las cadenas de un estilo de vida enfermo, agitado, que apenas nos permitía un instante de tedio para ver llover.
El clima también se desploma. Anoche granizaba, y el haz de luz de la farola convertía la lluvia de hielo en una ilusión infantil: chispas nevadas y cálidas revoloteando sobre sí mismas. La belleza no se ha ido. Estamos obligados a ejercitar el ojo, a hacer flexiones con la mirada para atraparla. Lo cotidiano nos absorbe, la casa, nido, refugio, casillero del ser, nos desafía. Dicen que los poemas no se terminan, se abandonan, y yo me abandono lentamente entre las páginas de la última antología de Joan Margarit "Sin el dolor no habríamos amado", recién salido de la imprenta de Chus Visor. Sus versos tienen algo de mantra y chimenea: "Los periódicos, sobre una butaca/ son como un animal de compañía/ que yace, indiferente, dormitando./ La soledad no conmemora nada./Es una geografía".