Joana Bonet
Qué relación mantenemos los seres humanos con la autoridad cuando, a día de hoy, tan a menudo se acusa su desprestigio? Falta de autoridad moral, política, intelectual, se dice, en un juicio apresurado acerca de la precariedad de mentores en un tiempo confuso. Pero en cambio, ¿por qué proliferan los jurados en todos los formatos, como si el verdadero valor no fuera el de aquello que se juzga sino el de los nombres de quienes los forman? Se trata de un fenómeno en pleno auge y más cuando el prestigio es un valor mutante que se ampara más en lo formal que en lo real. No importa tanto que los improvisados jueces sean los más preparados, ni siquiera los que se respaldan en el rigor y la experiencia, sino aquellos que gritan más o ríen mejor. Sólo los que barren en empatía, los malhumorados, o las personalidades histriónicas valen. La telegenia -y la esclavitud del share, el minuto de oro- lo domina todo en aras de la espectacularización. No basta con hacer una buena serie, un buen libro o un buen programa de televisión si no se logra levantar polvareda. Incluso hablar de buen gusto parece anacrónico, porque urge vincular cualquier contenido a un ruido mediático que, en la nueva cultura del patrocinio, pueda permitir la viabilidad de un proyecto. Hasta el extremo de que en el mercado del arte, por ejemplo, importan más las referencias y jerarquías que el valor artístico. Y en el campo periodístico, apenas se habla de cabeceras sino de marcas. En el manual del buen consumista todo se convierte en producto, y todo es susceptible de ser valorado y reevaluado, incluso aquellos maestros que antaño eran intocables.
Tal vez haya caído en picado el estatus de quienes antaño ejercían la crítica como auténticos demiurgos preparados para desentrañar el valor de una obra a causa del descreimiento generalizado hacía los gurús. Tanto es así, que la gente se pirra por ejercer de jurado como forma selectiva de ver reconocido su ascendente. En esos programas en los que se vota a quien mejor salta desde un trampolín o a quien cocina con más habilidad un rodaballo ocurre algo significativo: no se reconoce la excelencia desde la excelencia, es decir, no es el mejor -desde la autoridad- quien escoge al mejor aspirante. Gana el que mejor vende; el más viral, que será youtubeado y tuiteado.
Parte de los lamentos nostálgicos ante la banalización de la cultura se inscribe en la ausencia de cánones. Algunos creen que, en parte, este hecho se debe al exceso de información -infoxicación le llaman- y a la ausencia de filtros efectivos que discriminen lo realmente bueno de lo mediocre. Sólo así se puede entender esta proliferación de jurados de feria que se invisten de una potestad impostada para simular que, en verdad, alguien se preocupa del talento cuando lo único que importa es el ruido.
(La Vanguardia)