Joana Bonet
Este hombre de más de dos metros, bíceps de acero y dentadura cegadora, Jason Collins, que ha confesado: “Soy un pívot de la NBA de 34 años. Soy negro. Y soy gay”. Fue la información de deportes más clicada del día en la red, aunque muchos se preguntaban si en verdad podía considerarse una noticia en pleno siglo XXI. De ello no hay duda. Primero, porque es el primer jugador de la famosa liga en activo que reconoce su homosexualidad y con su gesto desafía al mito del vestuario. Segundo, porque la politización de sus declaraciones no se ha hecho esperar, y Bill Clinton ha abrillantado sus palabras, “necesarias, tranquilizadoras y fértiles, además de valientes”. Y en tercer lugar, porque Collins no podía seguir viviendo en la impostura. En la entrevista, concedida en exclusiva a Sports Illustrated, explicaba que tomó la decisión tras los atentados de Boston: “Si las cosas pueden cambiar en un instante, ¿por qué no vivir honestamente?”.
Clinton ha subrayado la oportunidad del momento: que la confesión de Collins coincida con que diez estados norteamericanos hayan legalizado los matrimonios homosexuales, a la vez que la aprobación de la ley, el pasado 23 de abril, en la libertina Francia donde las agresiones homófobas han demostrado cuán enquistados están los prejuicios. Y, a contracorriente, nuestra aportación local, las declaraciones de Rouco Varela acusando de tibieza al Gobierno de Rajoy por no derogar la actual ley a fin de “restituir a todos los españoles el derecho de ser expresamente reconocidos por la ley como esposo o esposa”.
El mundo es una cabina de mandos con capacidad retroactiva. Hace unos días, el sociólogo Andrew J. Cherlin se preguntaba en The New York Times por qué sigue habiendo cierta obligación de casarse en EE.UU. si la sociedad ya acepta plenamente a los solteros. Y lo que es más importante, cuando muchas parejas reconocen no haber notado diferencia alguna entre tener o no tener papeles. Las razones esgrimidas en las encuestas que cita Cherlin apuntan a que casarse constituye aún hoy un signo de éxito personal, una mezcla entre alcanzar sueños y cumplir objetivos. Y ese subtexto es el que están asumiendo la Administración de Obama o la de Hollande al promover la aprobación del matrimonio homosexual: casarse no sólo garantiza un puñado de derechos, sino que representa una especie de meta, incluso de señal de distinción que en nuestro imaginario se corresponde a una feliz vida en pareja y a un estatus social. Pero a menudo se amortigua la idea de que el matrimonio, hetero u homo, es una opción libre y universal. Una opción de vida entre dos. De ninguna manera un mandato.
(La Vanguardia)