Joana Bonet
El verano nos abandona, a pesar de que nosotros hayamos olvidado ya su promesa de felicidad y rescatemos los calcetines para despegarnos el frescor de septiembre, como si quisiéramos anticipar el otoño y su paisaje de hojarasca a fin de regresar a las rutinas con mayor recogimiento.
Este fin de semana bajan sus persianas muchas piscinas públicas, esa conquista humana de azul ocioso, una metáfora perfecta del paraíso perdido y un prodigio artificial en cuyas aguas cerradas somos ungidos por la ilusión de la libertad. Para la mayoría de los mortales se alejará hasta el próximo año la fantasía que conforman la piel brillante y el bañador de licra, el aceite de coco, un trampolín y un Martini, las risas de los niños que se confunden con la cháchara de los pájaros. Puede que a estas alturas estén aburridos de humedad, cloro y tumbona, pero poco tardarán en volver a sentir deseos de zambullirse en sus panzas transparentes.
Este verano se han multiplicado las llamadas piscinas infinity, o “piscinas de horizonte”, debido al efecto visual que producen, y más si tienen mar al fondo. Parece que los bordes hayan desaparecido, ya no son un obstáculo, nada te separa de la ingravidez, por lo que los cuerpos sienten la ilusión de mecerse entre el agua y el aire. Eso sí, en la mayoría de las selfies los fotografiados dan la espalda al mar.
La transparencia es una tendencia global al alza que recorre desde la tecnología puntera hasta las prótesis dentales, pasando por los voluminizadores de cabello que se etiquetan como de “efecto invisible” o los bolígrafos que borran su propia escritura, aunque dejen tras de sí un troquelado. Es una ilusión infantil la de ser evanescente y liberarse de todo peso, y de ella se contagia incluso la política, esa gran piscina pública donde se chapotea de mala manera, ignorando normas y límites.
Nuestra época es aviesa con los marcos teóricos, resultado de la selección de teorías, conocimientos y métodos que dan forma a nuestro saber y nos permiten seguir avanzando en el camino del progreso. Hoy, la idea de bien común se esfuma sin márgenes que la contengan; parece que el agua se desborda en cascada, pero sólo es un efecto óptico. Una nueva complejidad que emana de la tecnocratización ha traído consigo a un auténtico ejército de asesores y spin doctors que, igual que en el caso de los diseñadores de televisiones o piscinas, sólo aspiran a la perfección técnica. Tiran de sentimientos en lugar de razones. Sustituyen el cemento, muy necesario para compactar una voluntad colectiva, por vidrios de última generación, tan sofisticados e inmateriales que la convierten en una política infinity capaz de producir un galopante mareo.