Nosotros y los robots
Pertenezco al colectivo de personas torpes que en la habitación de un hotel luchan infructuosamente con controles robóticos para apagar todas las luces de la habitación excepto la de la mesilla de noche. Acaba siendo una pelea contra una misma, tratando de hallar la lógica que ilumina la estancia, la manera de deshacer la cadena de conexiones invisibles que encienden luces en cadena, incluso a través de un iPad cuyos pictogramas no lograrás identificar si tienes una visión literaria de la vida. Anhelas la presencia de un cable, el gesto seco de desenchufarlo de la corriente sintiendo su electricidad en el brazo. Qué fácil y qué físico. El estado mental de la robótica exige temple o juventud. Nunca le pido nada a Siri, me produce cierto sonrojo; creo que me haría sentir más débil, más víctima de la vida automatizada que ya ha abreviado los protocolos cotidianos lavando con lejía huellas, voces y sombras humanas. No hace falta sostener una mirada. No se interactúa. Basta con un botón. Las yemas de los dedos se han convertido en una de las partes más activas de nuestro cuerpo. Activamos la información con una pasada de pulgar y clicamos simultáneamente lo que queremos tener en mente a golpe de pantallazo. Hacemos callos en las falanges, bien distintos de aquellos que abultaban el índice cuando escribíamos a mano.
Hace años que sustituimos la solicitud por la eficacia. La vida se rige por control remoto gracias a las apps que controlan la calefacción de casa, monitorizan el sueño del bebé y cuentan las calorías que estamos a punto de ingerir en la cafetería. Las máquinas de paso a menudo nos exasperan: se tragan la moneda y no hay nadie al otro lado para reclamar. ¿Quién llama a un teléfono a dos euros el minuto a punto de perder un avión o un tren? Las voces huecas de las operadoras, no obstante, empiezan a adquirir inflexiones de tono para imitar las emociones y resultan aún más inquietantes. En Madrid todavía quedan más de 20.000 porteros físicos, que conviven en la misma escalera con robots que limpian la casa, se encargan de la compra y no salen en la foto de familia porque la disparan. El año pasado, la compañía SoftBank puso en el mercado a Pepper, el primer robot capaz de detectar la tristeza de su dueño, además de tener una presunta capacidad para recordar todo lo que sucede a su alrededor durante veinte años. Intuyo un tipo de omnipotencia limitada: cómo captará los matices, cómo detectará lo transcendente que a menudo no se ve ni se dice. ¿Alguien puede creer que no se escacharrará algún día y derramará la tristeza acumulada en sus tripas de titanio? Tesla Motors, líder global del sector de automoción eléctrica, anunció el viernes la muerte de un conductor de su Modelo S que viajaba con el autopiloto activado. El robot lo empotró contra un camión en un autopista de Florida. El hombre, mientras era conducido hacia la muerte, miraba Harry Potter.