Joana Bonet
En la era de la hipercomunicabilidad y de la empatía, de las redes sociales y el tecnoestrés, encuentran el cadáver de una anciana en su casa, acurrucada en el sofá y rodeada de pájaros. Llevaba cuatro años muerta. Sin nadie que la buscara ni la echara de menos, sin preguntas ni respuestas, desprovista de los vínculos -incluso los más débiles- que se establecen entre los miembros de la familia, esa que en pleno siglo XXI sigue ejerciendo el papel de las vigas maestras que sujetan la estructura de nuestra sociedad.
La imagen se abre paso en el cerebro con una plasticidad aterradora. Porque la noticia confirma cómo el fantasma de la soledad se erige implacable sobre un mundo de paredes de cristal que ha extremado su ilusión de transparencia, orden y control. No hablamos de la soledad con pedigrí, la del culto a la individualidad, las monodosis y la nanotecnología. Ni de la restaurativa, la que cada vez es más reclamada para “cargar pilas”, sosegarse y reconectar. Tampoco se trata de la misantropía maniática, la de aquellos a quienes les cuesta convivir y compartir y se diseñan un plan de vida autónomo, aunque a menudo sientan la necesidad de que al otro lado de la pared haya alguien -hasta el extremo de sentirse reconfortados al escuchar los pasos y los grifos del piso vecino-.
Hemos glorificado la soledad elegida, la que exalta y promociona el mercado en clave de autorrealización potenciando la necesidad de tiempo para uno mismo. Según expone con brillantez el neurocientífico David Eagleman en Incógnito, una forma de comprender mejor el cerebro es compararlo con un equipo de rivales que compiten a fin de alcanzar la misma meta, sólo que tienen diferentes maneras de conseguirla y de resolver los problemas; un péndulo que oscila entre el automatismo y la reflexión enfrentarnos al alcance de la soledad abandonada.
Porque ¿qué ocurre para que todas las defensas sociales dimitan de una vida? No es sólo la precariedad la que amenaza, sino los efectos colaterales del aislamiento sombrío. Cuesta entender cómo durante 1.460 días nadie echó de menos a la anciana, si acaso la leve curiosidad de los vecinos. Por lo que contaban a las televisiones, sus declaraciones construyen un bosquejo de la sensibilidad colectiva a pie de escalera: nos parecía raro que durante cuatro años las ventanas estuvieran abiertas y entraran los pájaros, decían unos; era una mujer antisocial, comentaban otros… Puede que al pasar por delante de la puerta sellada, más de una vez sintieran que en la penumbra de aquella soledad habitaba un misterio, o la nada.
La ausencia de redes tangibles y de equipamiento humano que corroboren la propia existencia o la propia ausencia es un drama cotidiano que padecen aquellos que no eligen la vida a solas, sino que se ven aprisionados por ella. Y no se lo pueden contar a nadie.
(La Vanguardia)