Joana Bonet
Qué ociosa abstracción la de tratar de ponerse en la piel de quienes hoy tienen dieciocho años. Y no me refiero a indagar en la promesa de que al final del túnel se halla el verdadero futuro, conectado siempre a las redes sociales, sino a descubrir cuál es su posición frente al amor, la justicia social o la extinción de las abejas.
Antes, las etiquetas generacionales las acuñaban los poetas pero hoy las ponen los publicistas. La agencia neoyorquina Sparks & Honey ha bautizado a los chavales que hoy tienen 18 años como generación Z (con la generación X, también llamada baby boomer, y los millennials de la generación Y, han terminado con el abecedario). Se trata de un paraguas que engloba a 2.000 millones de jóvenes nacidos en torno al año 1995 que conforman una casta que se augura estelar: formada, afanosa, colaborativa y en busca de alternativas para mejorar este mundo en crisis.
Los observo en sus fiestas, como la que organizó Nike el pasado domingo en el Casino de Madrid, muchos de ellos tan disfrazados como en los ochenta, con sus tatuajes rabiosos, metales en el cuerpo y esas horrendas barbas talibanas -por mucho tengan que ver con la subcultura hipster, de la que se han acabado hartando hasta ellos mismos-. Ahí están, como Walt Witmans bíblicos e iluminados que escuchan a Imagine Dragons y se agujerean la lengua para enfatizar su identidad. Poco sabemos de lo que hay debajo de las suelas de sus New Balance, de sus sudaderas 24 horas, o de sus cabellos teñidos. “Soy rubio natural, pero tengo los ojos azules y no quiero parecer nórdico”, me decía Diego, un sagaz diseñador veinteañero al cual con incontinente docencia le dije: “Disfruta de tu rubio, lo que daríamos para que el nuestro fuera auténtico”.
Aseguran que el 60% de los miembros de la generación Z aspira a un trabajo que sea “socialmente relevante”, en el sentido de ser útil (cuando apenas un 30% de los Y lo tenía tan claro). La cantinela del emprendedor ha calado en ellos, no tanto por sus megáfonos como por la conciencia de que el trabajo dependerá más de la propia iniciativa que de los departamentos de recursos humanos (el 72% quiere crear su propio negocio). En lo tocante a sus valores, parecen ser más tolerantes con la diversidad -racial, sexual, generacional- que sus predecesores, y también son definidos como “más conservadores”: una encuesta masiva de los centros de Control de Enfermedades concluye que fuman, beben y se pelean menos (aunque mandan y reciben watsaps o suben cosas a las redes mientras conducen), y que “tienen costumbres más sanas que las de hace 20 años”. Aunque celebremos que la especie mejore, desde nuestra superioridad adulta pensaremos en lo que nunca cambia: desde los celos a la decepción, el desaliento de la felicidad, el duelo inevitable, o el vacío de las tardes de domingo. Pero una vez también tuvimos dieciocho años, cuando las X, Y o Z no tenían ninguna importancia.
(La Vanguardia)