Joana Bonet
El fetichismo contemporáneo practica una obsesiva exhibición de la intimidad a través de los dispositivos móviles. Grabarse en vídeo para verse después y excitarse juntos, retratarse desnudos para provocar al partenaire enviándole la foto por WhatsApp o practicar el cibersexo, ocultando la identidad hasta que resulta inviable mantener el secreto, ejemplifican la portentosa desinhibición de estos tiempos, ciertamente temeraria. Cuántas muchachas se han encontrado su foto desnuda en los chats del instituto y han querido morirse -y así ha ocurrido en algunos casos extremos-, incapaces de soportar la vergüenza y el acoso. Entre las parejas, la vendetta se gasta hoy utilizando esos mimbres sin respetar la huella del amor que habitó un día entre ellos. Y es que aquel o aquella que fue tu hombro y tu sueño, tu aliento después de un mal día y tu cobijo cuando regresabas de la intemperie, el que reía contigo y se conmovía ante tu dolor o tu alegría, se ha convertido en un traidor miserable que expone tu desnudez en la inmensidad de internet.
Ha de ser altamente violento para la conciencia, e incluso para la salud, humillar a tu ex violando en público lo que sólo debía de ser privado. Pero se han desdibujado los límites entre exposición y decoro, también entre original y copia. Porque traficar de esa manera con una confianza íntima ilustra el principio de incertidumbre, así como la poca experiencia en salvaguardar la propia imagen ante las redes sociales.
Leo que aumentan en EE.UU. los acuerdos prenupciales que prohíben compartir imágenes personales en el infinito de la red. Se refieren a las de alto contenido sexual, por supuesto, pero también a aquellas “que puedan resultan dolorosas” por sus consecuencias o que sean humillantes. Entre los ricos de Manhattan se calcula que una infracción de este tipo puede salir por 50.000 dólares. “No es por falta de confianza, sino para proteger la privacidad”, dicen las parejas precavidas que firman estos pactos. Pero acaso lo más notorio de esta nueva tendencia sea la mancha ominosa que aún permanece sobre la desnudez, desde la signatura teológica del Génesis.
Mientras las reinas del pop son cada vez más transgresoras y explícitas -riéte de Madonna con Miley Cyrus, Rihanna o Shakira-, las alumnas aventajadas de body art se autoofrendan simbólicamente. Como Deborah De Robertis, que acudió al Museo de Orsay para contemplar El origen del mundo de Gustave Courbet y, sin avisar ni anunciar su performance, se sentó en el suelo, y ante la mirada atónita de los visitantes descubrió su sexo. Lo que Robertis buscaba era todo lo contrario a lo que las parejas vengativas: sin móviles nadie se hubiera enterado de su relectura de la obra de Courbet, empeñada en que su pubis mostrara lo que “no se ve en el del cuadro”. Eso sí, tan difusa es hoy la frontera entre arte y escándalo como entre amor y escarnio.
(La Vanguardia)