Joana Bonet
Salen de la cárcel a pesar de que, si las condenas se sumaran, se pudrirían en ellas. Las fotos de recién liberados (debería analizarse la iconografía que acompaña a quien sale de la cárcel: la sonrisa borrosa, la indumentaria de estudiante, la bolsa de deporte con lo que resume treinta años entre rejas, la comparsa obligada de los familiares…) están estos días en primera plana. Salen, pero no están arrepentidos. Ese es el gusano que carcome a los familiares de padres y hermanos asesinados por ETA o de las mujeres -hasta 78 violó Antonio García Carbonell- que no han podido deshabitar el miedo ni un solo día de sus vidas.
La mayoría de presos que han pertenecido a ETA, incluso los que se han desradicalizado, aseguran que “no se arrepienten de nada absolutamente”. Así lo afirma en el libro Patriotas de la muerte la mayor parte de sus 70 antiguos militantes que entrevistó el catedrático de Ciencia Política y experto en terrorismo Fernando Reinares. “Satisfecho”, “orgulloso”, esos son los sentimientos predominantes en los terroristas. También insisten en el “contexto histórico” y utilizan a menudo la coletilla “el precio que debía pagarse”. Para ellos su lógica continúa vigente y no se permiten cuestionarse lo que significa acabar con una vida.
En un principio -y pienso en Foucault- las cárceles modernas surgieron como instituciones disciplinarias con el objetivo principal de separar al criminal de la sociedad, por ser un peligro público. Pronto se le añadió a este argumento un componente fundamental: el delincuente pagaba, no directamente a las familias de sus víctimas sino, simbólicamente, al conjunto de individuos por el daño causado. Trabajaba, se formaba, encontraba su utilidad. Y, tras haber cumplido su condena y haberse reeducado, quedaba exento de toda culpa y podía reemprender una nueva vida, algo que con los años se ha demostrado, en la mayoría de los casos, una auténtica utopía.
Hoy en nuestro país hay 159 presos por cada 100.000 habitantes. Vivimos en una sociedad cada vez menos violenta gracias al progreso, pero aumenta la población reclusa a causa del fracaso de nuestra política penitenciaria: los presupuestos menguan, se denuncian falta de asistencia médica y abandono de programas de reinserción… España es el país con más presos de Europa Occidental. De la misma forma que para solucionar un problema lo primero es reconocerlo, parece lógico que para expiar una culpa haya que empezar por arrepentirse. Pero ese razonamiento tan sólo es moral. El culpable, según Spinoza, no puede arrepentirse porque estaría expresando su voluntad de desligar su persona de la acción de la que, sin embargo, se considera causa. “Nadie podrá arrepentirse de una acción que haya sido incorporada a la trama de su propia personalidad”, encuentro en un diccionario filosófico en una entrada sobre la culpa. O sea, la muerte en vida. Aunque ya sean zombis.
(La Vanguardia)