Joana Bonet
El misterio de las parejas sigue golpeando nuestra curiosidad, y planea sobre uno de los deseos más ávidos del ser humano: ser amado. Pero, ¿por qué hay auténticos coleccionistas de relaciones que se escudan en la corta duración de un sentimiento totalizador -el amor dura dos años, como máximo tres, aseguran- y, por otro lado, perviven los virtuosos de la vida a cuatro manos que celebran bodas de plata, de perlas y de oro? Siempre creímos que la cuestión era acertar; no dejarse llevar por el ímpetu ni la enfermedad que posee al enamorado, cuya energía está destinada a alimentar la construcción amorosa una vez cree que encuentra a alguien para ponerle rostro a su felicidad. “Cásate con una de tu misma calle”, aconsejaban hace años las madres burguesas a sus hijos. En su plan estratégico anhelaban la estabilidad como horizonte vital. Observemos cómo adjetivamos positivamente a una pareja: “estable y sólida”, bien lejos del ideal romántico.
En Occidente también ha habido una gran tradición de matrimonios arreglados, eso sí, con disimulo y pericia. Hay parejas instaladas en la impostura sentimental, pero cuya unión funciona a la maravilla como empresa familiar. Mientras que otras relaciones más pasionales se han habituado ya a las curvas del yoyó pero siguen defendiendo la fuerza del vínculo que les une, la “larva”, dicen, de un sentimiento que atrapa y conmueve, y que persistirá en el tiempo por su poder evocador, como la magdalena proustiana.
Este fin de semana, la prensa recogía una investigación de la Universidad de Florida publicada en Science, y que favorece lo inconsciente en el lenguaje del amor: no hay relación entre lo que las personas dicen que sienten y sus reacciones no conscientes. Una patada a la lógica, e incluso al sentido común, se instala en los dominios de la felicidad amorosa, deslegitimando de un plumazo una vasta colección de manuales de autoayuda, reglas de oro y píldoras conductistas para encontrar el amor de tu vida y sobre todo mantenerlo. Este periódico informaba de las conclusiones del primer autor de la investigación, James McNulty, ante estos resultados: “Tal vez las personas quieran prestar más atención a lo que sienten en sus entrañas”. Tanto es así que desde la ciencia se legitima el pellizco en las tripas y el imán irresistible, la flecha de Cupido que atraviesa sin saber por qué un objeto de deseo y no otro. A pesar de lo discutido que ha sido Freud, no el genio ni el escritor sino el investigador, e incluso habiéndose declarado a menudo obsoletas sus teorías, desde la ciencia -en esta investigación sobre el vínculo amoroso- se regresa al deseo no consciente. Y en estos tiempos mecánicos, de hojas Excel y coachings, cuando la subjetividad está en horas bajas, estos psicólogos de Florida concluyen que el amor duradero está pilotado por emociones secretas e incluso inadvertidas. Por un no sé qué.
(La Vanguardia)
Foto: Mikel Uribetxeberria