Juan Lagardera
La Navidad ha sido un regalo para los italianos tras la depresión de padecer un Mundial de fútbol sin su selección nacional en juego. La fiesta del balompié solo la celebraron en el Vaticano (donde hay un escaparate dedicado al fútbol argentino en honor al Papa Francisco cuando se termina la visita al Museo), y también en Nápoles, volcada cantándole una ópera popular a la memoria de Maradona junto a su gran mural en el Quartieri Spagnoli, en la plazoleta que se ha convertido en una especie de santuario votivo. Y no es para menos, el fútbol, el deporte en general, es junto a la lírica de Giuseppe Verdi, el cemento que amalgama la diversidad italiana. También lo son la pasta y el idioma, pero estos se lo han tenido que ganar paso a paso.
No son pocas las variantes lingüísticas del italiano, incluso las pervivencias de otras lenguas como el friuliano o el sardo –hasta doce se reconocen legalmente, incluyendo el dialecto alguerés del catalán–, y aunque según las encuestas algo más de la mitad de sus habitantes se consideran bilingües, el italiano moderno que iniciaron los mejores escritores toscanos del Renacimiento, Giovanni Boccaccio y Dante Alighieri, se ha impuesto ampliamente gracias al desarrollo de la industria literaria, la canción y el cine italiano que fueron hegemónicos en los hits y las salas de proyecciones del mundo durante los años 50 y 60, el momento dulce durante el que se creó el “made in Italy”. Y aunque las panoplias políticas italianas hayan derivado hacia el pasado imperial de lo latino como hiciera Benito Mussolini o en la añoranza del Risorgimento como declara la fraternidad ultra de Giorgia Meloni, lo bien cierto es que la unificación italiana ha venido de la mano de la cultura crítica y del éxito internacional de su comida más sencilla, la pizza de origen napolitano y la pasta de trigo, cultivado masivamente en Sicilia, y también en la Puglia y Calabria.
Feltrinelli, Mondadori o Einaudi son apellidos esenciales, milaneses y piamonteses, en la creación y consolidación de la industria del libro italiano en el norte del país, desde donde se han exportado escritores tan universales como Italo Calvino, Umberto Eco, Moravia o Dario Fo. Ahora mismo, también la novela negra despunta en lengua italiana gracias a autores como Andrea Camilleri y Antonio Manzini, o con las denuncias de las tramas mafiosas de Roberto Saviano. En cambio, la música italiana que se difundió desde el festival de San Remo languidece, al igual que el cine, que solo prendió en la comunidad italoamericana de Nueva York (de Scorsese a Coppola, Pacino y De Niro) y en figuras solitarias como el napolitano Paolo Sorrentino o el mismo Saviano, quien no se cansa de señalar a Italia como un país fallido.
¿Lo es? Muchos italianos lo piensan. La sustitución de la Italia de posguerra construida por la Democracia Cristiana –más el compromiso histórico del comunista Enrico Berlinguer–, por un nuevo populismo de raíces horteras –Berlusconi y sus conglomerados televisivos–, unido al renacer neofascista y al regionalismo xenófobo de la Lega han sumido en la depresión social a muchos italianos. No huyen de la hambruna como a principios del siglo XX cuando emigraron en masa (uno de cada cuatro) a los Estados Unidos y Argentina, pero son muchos los italianos que en los últimos lustros se van de su país, decepcionados por la falta de futuro y sustancia de sus políticos. Alemania y España representan, ahora, los países preferidos por los italianos, muchos de ellos dedicados a la hostelería. Las Baleares, Valencia, Barcelona y Andalucía son sus destinos favoritos. Los vuelos directos desde las capitales españolas a Turín, Milán, Bérgamo, Pisa, Roma o Nápoles… van siempre ocupados. Italia está conectada a España.
Estas últimas Navidades, Italia se ha colapsado de turistas. Destinos como Venecia, Florencia o Milán estaban atiborrados, pero nada como Roma, una ciudad tomada por ríos de visitantes, en la que se ha puesto de moda el patinete de alquiler que los jóvenes romanos abandonan en cualquier acera y donde era imposible comer en sus buenos restaurantes sin reserva previa de semanas. Roma se vuelve a parecer al atasco en la autopista de entrada a la ciudad que filmó Fellini en el arranque de su Roma (1972), o al atolladero de aquel surrealista corto filmado por Pasolini para Amore e rabbia (1969), en el que Ninetto Davoli andaba con una flor gigante por las calzadas romanas, atestadas de macchine.
Hay colas, también, en el café Greco, donde han enmarcado un texto de Ramón Gaya publicado por Pre-Textos, colas en los Caravaggio de la iglesia de San Luis y en las estancias de Rafael… Millonarios asiáticos comprando en Prada, Fendi, Versace o Gucci… las firmas que compiten por anonadar a su clientela con diseños renovados y atrevidos, a precios desorbitados pero con apuestas culturales también, como la de la Fundación Prada en Milán o la biblioteca del Giardino Gucci en la mismísima plaza de la Signoria en Florencia. Para el New York Times, Milán precisamente vuelve a ser el centro neurálgico del arte italiano. Desde la transvanguardia que nada interesante sucedía allí. Prada y el Pirelli Hangar-Bicocca cuya dirección artística corre a cargo del valenciano Vicent Todolí, han devuelto el lustre a la capital lombarda.
Lo más evidente es que, pese a todo, en Italia se mantiene el optimismo vital. El sentido del humor, el gusto por el buen diseño y el respeto por el patrimonio siguen siendo características del pueblo italiano. A veces parecen consumirse con tanta belleza color albaricoque, con tanto castillo de ladrillo rojo, pero da gusto ver los pueblecitos toscanos limpios y bien organizados, con sus artesanos más que centenarios haciendo virguerías con el salami, la marquetería o los pañuelos de seda. La cocina tradicional de calidad puede encontrarse en cualquier localidad, y es ya el segundo país con más estrellas Michelin del mundo. Vanguardia con raíces, aunque tienen muy claro que, en cuestión de jamón, el ibérico español es insuperable. Las vistas desde la torre de la casa natal de Boccaccio en Certaldo explican por sí solas El Decamerón.
La crónica crisis política italiana puede que tenga más que ver con la escasa conciencia de país, cuya fragmentación ha sido dominante desde la caída del Imperio Romano de Occidente. El Estado central es débil a ojos del italiano medio, creyente de sus ciudades y regiones, de su equipo de calcio en todo caso y de la variedad de pasta que cocinaban en casa de la nonna. Para el citado Manzini “el problema de fondo es que nunca se ha tenido una identidad nacional fuerte; el italiano ve al Estado como a un ocupante”. Parece, justo, el sentimiento contrario al de los españoles. En Italia, la historia, abierta en todas partes gracias a cientos de edificaciones, museos y palacios con pinturas al fresco, muestra de modo cotidiano que su país es una construcción romántica del siglo XIX sobre un pasado de reinos, ducados y repúblicas atomizadas. En España, en cambio, todavía nos estamos preguntando qué somos y de dónde venimos, con relatos simplones sobre la unidad del país y réplicas absurdas sobre la existencia de naciones periféricas en tiempos de la antigüedad tardía. Ni siquiera los catalanes quieren entender que su nación no fue otra que la construida por los condes barceloneses con los reyes de Aragón y con el Reino de Valencia como su far west medieval. Tal vez una confederación de països aragonesos habría tenido otra virtualidad política.