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Cultura nacional, cultura federal

Por 28 de agosto de 2023 Sin comentarios

Juan Lagardera

 

De un tiempo a esta parte, la política cultural de nuestro país, digo de España y también de sus autonomías, ha devenido en una especie de asignatura maría de la propia acción política. Puede que sea una tendencia universal –occidental, en cualquier caso–, pero esa es la impresión que denota la política aplicada a la cultura, alicaída desde la revolución neoliberal de finales del siglo pasado.

Estamos muy lejos de la apasionada apuesta por la cultura que se dio en la década de los años 60, cuando encabezado por Francia, el mundo entero iba a ser dirigido hacia la excelencia cultural. Fue la época de los escritores e intelectuales, con Marilyn Monroe dejándose fotografiar leyendo un considerable ladrillo para no iniciados como el Ulises de Joyce y contrayendo matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller. En aquel entonces, el general De Gaulle eligió a un prestigioso novelista para dirigir su Ministerio de Cultura, un literato que participó activamente en la causa de la España republicana, André Malraux, autor del libro y de la película sobre L’Espoir en Valdelinares de la sierra de Teruel, junto a Max Aub. A Malraux se lo llevó de la política el Mayo del 68 pero su impronta de dignidad, hondura y prestigio con el que dotó la política cultural francesa llega hasta el presente.

Aquel modelo gaullista fue ensayado en nuestro país sin tanto éxito por Felipe González cuando nombró al escritor Jorge Semprún para el cargo. Más o menos desde entonces la cultura ha ido dando tumbos cuesta abajo en la política española. Excepcionalmente podríamos citar algunos nombres relevantes, como el de Max Cahner, el ínclito editor que comandó la cultura catalana en diversos cargos bajo el mandarinato de Jordi Pujol; el de Ciprià Ciscar, impulsor decidido de los cimientos culturales valencianos, sobre todo del IVAM; el poeta Luis Alberto de Cuenca, que se hizo cargo de una secretaría de Estado con Aznar; los socialistas Salvador Clotas o Carmen Alborch, seductora embajadora de los asuntos artísticos…

Ahora ya no quedan ni personajes de carácter, como en su día fueron los que gestionaron diversas culturas municipales diseminadas por toda la geografía del país: como el tándem formado por Mayrén Beneyto y su esposo Ramón Almazán, profesor de Filosofía, al frente del Palau de la Música de Valencia, como Fernando Villalonga en su efímero paso por la concejalía de las Artes de Madrid… O el ambicioso impulso cultural que el sociólogo De la Torre Prados ha conferido a la alcadía de Málaga.

Por lo general, la gestión cultural se ha llenado de perfiles grises y anodinos, abogados sin pleitos, fontaneros de partido, escritores irrelevantes, bailarines de folklore popular, anodinos profesores… a lo sumo opositores a abogados del Estado, con abundancia de mujeres, un espacio práctico para equilibrar cuotas de igualdad de género en los gobiernos al uso, al que nunca se dota del peso político necesario ni del presupuesto mínimo exigible.

De bien poco sirvió que en la crisis catalana todos los analistas subrayaran el importante papel de la cultura en la construcción del ahora llamado relato ideológico de la nación. Seguimos sin ver anotar el aviso a los políticos que lideran nuestro país. El debate, en cambio, versa sobre si se hace necesario o no un ministerio de Cultura, si hay que seguir transfiriendo competencias o subvenciones a las autonomías, o si en éstas el rango ha de ser con nivel de consejería o si basta con un secretariado. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, el PP ha cedido la gestión cultural a Vox porque su departamento manejará un magro presupuesto; Vox, claro está, se apresuró a aceptar el ofrecimiento. No hay modelo ni proyecto claro sobre el que trazar las vías de la creación cultural, algo que en su tiempo ya reclamaron los ilustrados de su administración pública.

Vistas, además, las carencias afectivas que padece nuestro país fruto del rapto de la idea de España por parte del franquismo, sería del todo lógico y conveniente que el Gobierno de la nación apostase por una política cultural potente y rigurosa, pero tampoco es el caso. Tan es así que el gabinete español se limita a gestionar los grandes equipamientos y entidades de carácter nacional, casi todos con sede en Madrid, de tal suerte que el Ministerio de Cultura –que se comparte las más de las veces con Educación y Deporte, siguiendo el modelo de Japón u Holanda, aunque a veces se une a Turismo y Patrimonio, como en Canadá o Grecia– parece, digo del referido ministerio estatal, más bien el gestor cultural de la capital del Reino que no el de todo un país.

Recordemos que el Prado o el Reina Sofía son museos nacionales, lo mismo que el Teatro Real, el Auditorio, la Filmoteca y la Biblioteca Nacional, la Compañía Nacional de Teatro, la de Danza, el Ballet Nacional… Apenas hay excepciones, como el museo de Cerámica, el González Martí, que posee carácter nacional y su sede es valenciana, o el estatuto especial con que cuentan algunos museos de Bellas Artes como el San Pío V o el de Sevilla, de titularidad patrimonial del Estado pero bajo presupuestos y gestión autonómicos, una especie de join venture que, al parecer, resulta vergonzante para todos, pues ni el Gobierno central saca pecho de la misma ni en las páginas digitales de las mencionadas pinacotecas se dice mucho al respecto.

Resulta obvio que España es una noción que hay que resetear y cuyo planteamiento ha de ser el de difundir ese concepto de lo nacional por el conjunto del país, diseminando el Estado central por las autonomías, no para competir con ellas sino para complementarlas, para hacer tangible y visible la cooperación, esa doble identidad a la que se apuntan la inmensa mayoría de los ciudadanos pero que no parece posible entre instituciones políticas. Y viceversa, habría que exportar actividades de algunas de las mejores ofertas culturales autonómicas al resto de la nación: la potente colección del citado IVAM, por ejemplo, o la Orquesta y Coro de la misma Generalitat Valenciana, o la del Liceo barcelonés.

En un reciente artículo lo expresó con su habitual contundencia Arcadi Espada; le llamó Ministerio de la Guerra, al departamento que debería no solo preservar la alta cultura sino la divulgación del mismo devenir histórico del constructo España (una idea del liberalismo hispánico por lo demás), incluyendo lo que ahora conocemos como memoria histórica, es decir, la reparación de muchos de los horrores que dejó la guerra civil española. Por no hablar del necesario refuerzo que la imagen exterior del país debe abordar, en especial en Latinoamérica y de la mano de la cultura de forma impepinable.

Nada de eso parece ahora posible, aunque el escritor y periodista Fernando Delgado parece empeñado en ello. Suya es la idea de una «cultura federal»; más que una brillante idea, una idea necesaria para seguir con-viviendo en este país en el futuro.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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