
Jesús Ferrero
Leo en el periódico Clarín de Buenos Aires (14/1/19): Los ancianos de Japón cometen delitos para tener con quien hablar en la cárcel, o van a prisión porque las jubilaciones no les alcanzan para sobrevivir.
Japón es el país más envejecido del mundo. Casi el 30% de su población supera los 65 años y cada vez son más los ancianos, pues las parejas jóvenes no quieren tener hijos. La soledad de los ancianos está haciendo estragos y adquiriendo las dimensiones de una epidemia. Un problema que sobrepasa con creces los límites del archipiélado del Sol Naciente. Según un informe de la Comisión Jo Cox sobre la Soledad, el Reino Unido tiene más de nueve millones de personas que se sienten solas y unas 200.000 confiesan no haber hablado con nadie desde hace más de un año.
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El problema ya lo conocí en Francia en mi época de estudiante. En París, miles de viejos morían solos en sus tristes habitaciones. Una desolación secreta que nunca llegaba a los periódicos. Para mí representaba la cara más negra de Francia.
Y en España? Nos hallamos ante el mismo problema, con una población muy envejecida y unas pensiones paupérrimas. Mucho me temo que la invención japonesa corre el peligro de universalizarse. Después de todo, a los ancianos se les suele respetar en las cárceles más que en las calles (según me han dicho). Todo un signo de nuestro tiempo.
He visitado geriátricos donde los ancianos vivían peor que en un penal. La opción japonesa tiene su lógica: mejor vivir entre delincuentes que en la más indigna soledad. La desesperación es pródiga en invenciones asombrosas.
¡En qué sociedades más degradadas nos movemos! Apartamos la mirada de la muerte aún sabiendo que tarde o temprano jugaremos al ajedrez con ella. Despreciamos la vejez ignorando que a todos nos espera. Ahora mismo es una desgracia ser joven, y una desgracia ser viejo. Extraño panorama el que se despliega ante nuestra mirada: la negación explícita de las verdades fundamentales de la vida.