
Jesús Ferrero
Me reconozco en la figura del extranjero. Es casi la única figura en la que me he reconocido siempre.
Una extraña figura, valga la redundancia, en parte resultado de las exclusiones que impone el Estado-Nación, concebido como un humanismo de circuito cerrado, que excluye a los que no pertenecen a ese Estado-Nación; y aquí nos topamos con la idea del “otro”, que no tiene los derechos del ciudadano de la república en la que está, y que a lo sumo puede ampararse en los derechos humanos, en realidad los únicos derechos que de algún modo protegen la figura del extranjero.
La extranjería es una enfermedad que contraje en la España franquista, que se fue desarrollando en la infancia y la adolescencia, y que se agravó tras mi larga estancia en París, hasta el punto de convertirse en una dolencia crónica de la que para colmo no quiero librarme.
Para mí cualquier país de Tierra tiene el mismo estatuto que Mongolia Exterior, el único país al que, por razones enigmáticas, tenían prohibida la entrada los españoles al final de la dictadura, y así lo decía en su pasaporte.
Creo que empecé a interesarme por los mongoles debido a esa sorprendente prohibición, por eso cuando vi por primera vez desde el avión las inmensas y áridas planicies de Mongolia sentí una gran emoción. Allí, muy por debajo del avión pero perfectamente visible, estaba la famosa Mongolia Exterior, sobre la que poder deslizar una vez más la mirada del extranjero, que es, básicamente, una mirada despojada del sentimiento de pertenencia y del sentimiento de posesión.