
Jesús Ferrero
La redacción de la revista Investigación y ciencia dice en su último informe especial:
Una acusada desigualdad económica repercute negativamente en todos los aspectos del bienestar humano y en la salud de la biosfera.
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La revista analiza la desigualdad en USA, “país que representa el caso extremo de una tendencia global”, así como “el modo en que los sistemas digitales perjudican a los miembros más vulnerables de la sociedad”. También detalla “los mecanismos por los que la desigualdad deteriora la salud mental y física de los individuos, y la manera en que el desequilibrio económico y político está dañando el entorno natural”.
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Se agradece que la ciencia se ocupe de la desigualdad. No es un tema que tienda a frecuentar demasiado, dejando ese ámbito para las humanidades y la filosofía. Hace años, el sociólogo Bourdieu hizo diferentes radiografías de la desigualdad, analizó su origen y sus causas, detalló sus mecanismos y los efectos que provoca en la salud, sin olvidarse nunca de la desigualdad de género, madre de todas las desigualdades.
Ciertamente, la desigualdad es un fenómeno devastador. Nos basta con mirar hacia atrás y examinar la historia. Podemos remontarnos hasta los egipcios. Sus tumbas nos informan muy bien de los efectos de la desigualdad. Los esqueletos encontrados en las necrópolis de los humildes indican que a veces se interrumpía en ellos la línea del crecimiento. ¿Debido a qué? Fundamentalmente a las hambrunas provocadas por las sequías. En cambio los esqueletos de los aristócratas demuestran que sus dolencias se debían sobre todo a los males generados por la política matrimonial cerrada y endogámica. La desigualdad ha sido siempre fuente de toda clase de diferencias y de desniveles. La arqueología y la historia ya conocían ese infierno del que finalmente ha decidido ocuparse la ciencia con mayúscula. Celebrémoslo.
Coda lírica:
Mi madre me contaba que cuando era niña
a los pobres los enterraban envueltos en una manta,
en cambio los caciques reposaban en ataúdes de cristal y plomo.
Los primeros se disolvían enseguida en la tierra,
nutriéndola con sus restos y convirtiéndose
en un arbusto o en una higuera.
Los otros todavía se están pudriendo.