
Jesús Ferrero
Las chabolas se amontonaban en torno a la Freidrichstrasse Station y en todo Berlín se respiraba un ambiente densamente tercermundista. La gente bebía con obstinación y avaricia en las tascas y en los bares, muchos tocaban la guitarra, y algunas aceras estaban saturadas de hombres y mujeres mortalmente ebrios que se tendían en el suelo o se apoyaban en las pareces grasientas y ennegrecidas. Berlín parecía el reino de la ociosidad, la miseria y la molicie.
Mientras nos acercábamos a la cancillería, donde me iba a recibir la señora Angela Merkel, mis acompañantes me fueron dando consejos para que el protocolo se llevase a cabo según lo convenido.
-En cuento llegues al salón te arrodillarás ante la canciller -me dijo Mek.
-¿Arrodillarme?
-Sí, los has oído bien -añadió Mog-. Le pedirás perdón por haber robado la cabeza de Murnau. Derramarás lágrimas de aflicción, gemirás y gritarás como una viaja plañidera. Sólo así ablandarás su corazón.
De pronto llegamos al gran salón de la cancillería. Era enorme. Podías ver las paredes laterales, pero no se llegaba a divisar la pared del fondo. En medio de aquel espacio de pesadilla, se hallaba la señora Merkel, sentada sobre un trono, descalza y con una minifalda muy corta. Hice lo que debía: me arrodillé de inmediato, simulé que sollozaba, que gemía de dolor, y que mi desesperación era tan real como mi vida. Entonces surgieron de todas partes legiones de fotógrafos, que empezaron a acribillarme con sus cámaras.
La señora Merkel se incorporó, acarició tiernamente mi cabeza, recibió en sus manos la cabeza de Murnau, la besó, se inclinó levemente hacia mí y susurró con una voz muy dulce:
-En verdad, en verdad te digo que estás perdonado.
Acto seguido Mek y Mog me sacaron de allí, me llevaron a una taberna maloliente y llena de gente rabiosa. En la televisión que presidía el local los noticieros hablaban de mí y proclamaban que el poeta español Jesús Smith había devuelto a los alemanes la cabeza del autor de Nosferatu. Yo seguía mirando la televisión cuando mis acompañantes me dijeron:
-Quedas libre. Ahora puedes hacer lo que te venga en gana, salvo robar cabezas de difuntos.
Fue entonces cuanto me asaltó la sensación de que hacía tiempo que yo no era dueño de mí mismo, si es que lo había sido alguna vez. Tenía la impresión de que alguien había guiado mi conducta. Lleno de angustia, le pregunté e Mek.
-¿Robe la cabeza de Murnau por locura personal o por la locura de otro?
Mek se sinceró y contestó:
-¿Aún no sabes que eres un replicante? ¿Aún no lo sabes, cabeza de chorlito? La señora Merkel quería tener en su manos la cabeza del divino Murnau e ideó el robo que consumaste haciéndote creer que lo hacías por capricho personal. Pobre infeliz, el día que sepas toda la verdad te volverás loco, porque ni los hombres ni los robots están preparados para soportar demasiada realidad.
No necesité oír más. Mi mente empezó a dar vueltas a una velocidad desmedida. No cabía en mi propio ser, los ojos se me iban de las órbitas y mi cabeza era una granada a punto de estallar. Perdí la conciencia. Cuando volví en mi me hallaba en un manicomio a las afueras de Berlín. Sí, aquello parecía un asilo mental, pero ¿de qué? ¿Un asilo mental de hombres? ¿De androides? ¿De replicantes? ¿De robots? Todo indicaba que iba pasando de una a otra locura, y que en mí las locuras se sucedían como pasillos de un laberinto sin fin.