
Jesús Ferrero
-I-
Casi siempre que se habla de la relación entre locura y creación se recurre a artistas como Hölderlin, Van Gogh y Artaud, de forma un tanto tópica, olvidándose del pintor que mejor representó las nupcias entre arte y locura: Richard Dadd, que asesinó a su padre de un machetazo en la cabeza (siguiendo un destino parecido al de Edipo) y que pasó buena parte de su vida recluido en un asilo mental, donde estuvo pintando durante nueve años su cuadro titulado El golpe maestro del leñador feérico: un lienzo de reducidas dimensiones que representa unos cuantos centímetros de hierba habitados por mínimos personajes de fábula.
El leñador del cuadro está a punto de partir con su hacha una avellana. Es fácil pensar que Dadd se está representando simbólicamente, justo en el instante en que está a punto de abatir su machete sobre la cabeza de su progenitor, y de no haber matado a su padre, esa singularísima pintura de Dadd no existiría. ¿Eso quiere decir que la locura enriqueció su arte? Juraría que no. Dadd hubiese sido un pintor con locura o sin ella, y también Van Gogh.
Artaud confesaba que ya solo podía escribir en las islas de razón que aparecían entre una y otra crisis nerviosa Lo mismo me contaba Leopoldo María Panero, y es evidente que la locura deterioró trágicamente la radiante poesía de Hölderlin.
Los vínculos entre el arte y una cierta locura controlable son evidentes ya desde la Grecia antigua, pero cuando la locura llega a su última frontera, aparece el silencio anterior al lenguaje y al concepto. Solo se puede crear desde ese ámbito intermedio que Borges llamaba, paradójicamente, “la locura razonable”.
Octavio Paz habló del cuadro de Dadd en El mono gramático. Entre otras cosas, dijo lo siguiente: “Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará.”
No nos cabe de eso la menor duda. Si el hacha cae, no desaparecerá el maleficio que tiene paralizados a los personajes, como cree Paz, simplemente emergerá, como un sol negro y cegador, el reino de la locura. Por eso el leñador del cuadro no acaba de decidirse a dar el golpe maestro en el centro de la avellana, y lleva más de cien años conteniendo el aliento y con el hacha en alto.
No es un cuadro sobre la ausencia y la espera, como cree Paz, es un cuadro sobre el paroxismo mental que precede a un acto demente, y que hallará su destino en un golpe digno de una tragedia griega.
-II-
Dadd se detiene en el instante anterior al desastre: aún no ha matado a su padre. Esa fue su verdadera locura: regresar al lugar en el que aún la verdad no es de naturaleza sangrienta pero está a punto de serlo.
-Padre, ¿vamos a dar un paseo por el parque?
-Claro que sí, hijo mío.
El padre de Dadd no sabe que su hijo lleva un machete. Poco después lo sabrá, pero ya será demasiado tarde. Sin embargo, en el cuadro aún está vivo (si bien reducido a una avellana para que la pintura no nos parezca inhumana). Pocos cuadros han mostrado, con tan cuidada caligrafía, la locura en su más profundo centro, cuando el estallido es inminente. Detenerse en ese momento y pasar nueve años en él es de una audacia y una resistencia absolutas. La audacia y la resistencia de la locura.
-III-
Al contrario de lo que sugiere Paz, no todos los personajes de ese reino extraordinario, en el que creemos percibir diferentes clases sociales, oficios y razas, están pendientes del leñador. Un personaje sí, y mucho, pero curiosamente, tiene cara de loco. Ese personaje es también Dadd, que se ha partido en dos: el ejecutor, y el que contempla desde muy cerca la ejecución. Esas dos dimensiones de la mente de Dadd se conjugaron en la creación de la escena, despojando la imagen de patetismo trágico. Todo tiene un cierto aire de comedia, como si fuese el sueño de una noche de verano.