
Jesús Ferrero
Estoy en una calle de Amán que es al mismo tiempo una calle de Pekín. Estoy soñando pero yo pienso que no. En todo caso acabo de entrar en un fractal. ¿Del espacio y el tiempo? No, de mi mente, seguramente de mi mente. Me hallo en Jordania, y en China, y en ninguna parte, y en una calle que se repite en el espacio y el tiempo, que está aquí y que también podría estar en otras dimensiones, repitiéndose incesantemente, como en esos juegos de espejos que se forman en los ascensores y en los que tu imagen se repite hasta el infinito.
Una mujer se detiene junto a mí, lleva en la mano un teléfono móvil y se cubre la cabeza con un pañuelo. Está lloviendo en Amán y en Pekín, junto al mar Muerto y en el lago del Palacio de Verano. Está lloviendo en Asia, África y Oceanía, según dice la radio portátil de un transeúnte de Amán y de Pekín, un transeúnte que como yo transita a la vez por dos ciudades o por mil.
Estoy en Amán y en Pekín. La mujer del teléfono dice:
-Seiscientos sesenta y seis, es mi número preferido. Una vez le dije a mi novio: hazme el seiscientos sesenta y seis, cariño, házmelo ya que me muero, que me muero.
Me echo a temblar. Según me han dicho, hacer el 666 es… Bueno, ya podéis imaginar… Hay que torcer la pelvis y luego frotar el…. Dios, qué difícil es hablar del… estremecimiento.
La mujer me mira ruborizada y desaparece sorbida por una tormenta de arena que parece una tormenta de agua, o que es ambas cosas a la vez. Estoy en Amán y en Pekín, bajo la lluvia y junto a una parada de taxis. Y tengo miedo. A lo lejos oigo un grito y una voz que dice en chino mandarín que en algún momento llega a parecerme árabe:
-¡Todos los que miren esta noche al cielo se volverán locos!
Agacho la cabeza y corro como un desesperado a un establecimiento lleno de luces. Sé que es un hotel de Amán o más bien de Pekín. Lo sé al fin, lo sé, y sé también todo lo contrario. De pronto empieza a cae un granizo espantoso. Bolas como naranjas y limones revientan contra los cristales de las ventanas del hotel. Es la apoteosis de Dios jugando a los bolos tras haber jugado a los dados. Cierro lo ojos y creo morir de pura delicia: es como si a mi alrededor estuviese estallando todo el universo. Me inunda el clamor, me hundo en un abismo de ruido aterrador, estoy estallando como la luz en medio de la oscuridad y no puedo mirar al cielo porque no quiero volverme loco. De pronto me despierto. Está amaneciendo y siento un frescor delicioso. Todo es silencio a mi alrededor y me inunda una paz indecible al saber finalmente donde estoy: en el desierto de Laurence de Arabia, bajo un cielo hondo y rojo.