Jean-François Fogel
Daniel Pecaut, sociólogo, director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, es el mejor especialista francés de Colombia. Por mucho, no tiene competencia. Acabo de comprobarlo al leer Las FARC, ¿una guerrilla sin fin o sin fines?. Es la traducción al castellano (grupo editorial Norma, Bogotá) de un libro escrito en francés y para un público francés. Una obra imprescindible para una Francia que dedicó tanto entusiasmo en pedir la liberación de Ingrid Betancourt. Lo interesante es que el libro se publicó en francés antes de la liberación del rehén más famoso de la historia reciente. Para la versión en español Pecaut revisó meramente la conclusión.
Y lo que podemos leer es cierto: con o sin la liberación de Ingrid Betancourt, no había que cambiar nada del libro, el movimiento guerrillero ya pintaba una cara anacrónica antes de conocer una vergonzante derrota. No me resisto a citar la frase clave de Pecaut: "Las FARC parecieron no darse cuenta de los cambios ocurridos en Colombia. Como los pasajeros de dos trenes que se encuentran en una estación, creyeron que se movían cuando en realidad lo que se desplazaba era todo cuanto las rodeaba".
La imagen es acertada: Colombia se mueve para ir a la estación siguiente de la Historia y las FARC quedan estancadas. Y el libro de Pecaut me parece un magnífico ejemplo de por qué necesitamos que alguien nos cuente la Historia: para entenderla. Su repaso de las etapas de la FARC es denso y preciso. Es toda la leyenda tristemente real. Al pasar del brazo militar del partido comunista a una visión autónoma de la conquista del poder político, de la lucha armada al narcotráfico amplio, Pecaut muestra cómo un movimiento cobra una dimensión nacional, reivindica "todas las formas de lucha" y al final escoge "el inmovilismo como estilo político".
Ahora bien, ¿qué hay de nuevo? Nada o mejor dicho, esto: al leer el libro de Pecaut uno entiende que las FARC no tienen posibilidad de ponerse al día, tal y como son, pertenecen a esta Colombia que construyó Pablo Escobar. Y hay una ausencia terrible, creciente, cuando la lectura se acerca al final del libro: la del presidente Álvaro Uribe. Con la muerte de Manuel Marulanda, con la liberación de Ingrid Betancourt, con el escándalo imborrable de la parapolítica (ya son más de 60 congresistas cercanos al presidente en la cárcel por su relación con los paramilitares), con la debilidad obvia de la guerrilla, Uribe pierde lo que justificaba su estilo, su manera de intervenir y de imponerse en la vida política. Pierde a un enemigo creíble. Algo como el golpe recibido por la Iglesia en el día de la caída del muro de Berlín: perder un enemigo es lo peor que puede ocurrir en el momento de mantener su identidad. Uribe busca otro mandato, lo que supone un referendo, pero ya se plantea la pregunta: ¿un presidente sin fin o sin otros fines que quedarse en el poder?