Jean-François Fogel
El 13 de abril del año pasado, Rupert Murdoch, el dueño de medios de comunicación más rico del mundo, hablaba frente a mil quinientos de sus redactores en jefe en Nueva York. Y para asegurarse de la atención de su audiencia, empezó con el clásico “opening joke” (el chiste de apertura). Era una cita de una carta del autor Mark Twain a un amigo. “Muchas veces, decía Twain, recordamos con lástima que Napoleón disparó con un fusil a un redactor en jefe y mató a un editor… Pero nos acordamos con generosidad que a pesar de esto tenía buenas intenciones…”.
Lo que contaba Twain no es cierto, pero no podemos olvidar aquellas intenciones que atribuía a Napoleón. Creo que las intenciones del joven novelista peruano Diego Trelles Paz son igual de buenas. Su última novela, El círculo de los escritores asesinos, cuenta a cuatro voces lo que habría sido el asesinato de un crítico literario. Siendo un poco crítico literario, el proyecto me parece simpatiquísimo. Como idea, claro. No dudo de lo imprescindible que es la tarea de limpiar Lima de su “mafia cultural”. Pero, tal como Napoleón se equivocó en el relato de Twain, sus asesinos se equivocan en el momento de contar su crimen. Un escritor es un testigo poco confiable. En lugar de entregar los hechos, cuenta su historia. Al final, no es el crimen sino los asesinos, escuadrón de la muerte de la mala cultura, los que representan la parte más atractiva del texto.
“Todo escritor necesita de un padre espiritual…” reconoce el autor y como su novela tiene lugar en Lima, no hay duda acerca de la figura del padre. “… vamos al malecón Paul Harris, de repente asoma Vargas Llosa por el balcón” dice uno de los personajes al final de una noche sin dormir. No importa donde pasa la noche con sus compañeros, en un bar llamado “Círculo”, “Dragón” o “Tijeras”, es el mismo mundo cerrado de las conversaciones de una generación que llegó demasiado tarde para plantear en su conversación la famosa pregunta: "¿en qué momento se jodió el Perú?"
En la catedral de Diego Trelles Paz, ya no hay Perú y tampoco hay realidad. Los protagonistas se tiran nombres de personajes, libros o películas a la cara. Su vida se limita a las discrepancias sobre obras ajenas a ellos. Saben que nuestro mundo globalizado y virtual solo hospeda a “personajes desquiciados de una novela anónima” que llamaremos la vida limeña o parisiense o madrileña, no importa. Debo reconocer que me encantó la lista de las referencias culturales en la novela. Permite una pequeña síntesis, que es el retrato de una generación de jóvenes: el cine cuenta tanto como la literatura; la poesía sobrevive; Roberto Bolaño es un mito necesario para creer que todo es posible; todavía queda algo de Francia (muchas gracias, Eric Rohmer) y Juan Carlos Onetti no tiene que temer nada del futuro, incluyendo el tratamiento que le podrían propinar escritores asesinos.