Jean-François Fogel
Lectura de un viejo, muy viejo artículo en la revista argentina Ñ. Se publicó en agosto de 2004, pero podría ser de otra fecha y también de cualquier otra revista publicada en el mundo hispanohablante en los últimos cinco años, pues es el clásico artículo sobre el éxito de la novela La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón (que no tiene su sitio en Internet, según Google).
Traducción a 20 idiomas, presencia continua en la mesa central de las librerías desde Argentina hasta España; no se necesita dato o número para enterarse del éxito comercial del libro: es visible. Su autor cae bien a todos: cuando habla, se quita su abrigo de gloria de manera elegante para presentarse en la ropa del artesano que trabaja con palabras. A lo largo de su vida, lo hizo escribiendo publicidad y guiones de cine antes de dedicarse a la producción de novelas.
Ruiz Zafón tuvo gran protagonismo en la publicidad. Era de estos “creativos” que vuelven con estatuillas del festival de Cannes (el festival de publicidad, por supuesto; en Cannes existen festivales de todo: cine, serie de televisión, documentales, Internet, música…). Pero a Ruiz Zafón, la estatuilla de la publicidad no le hacía ninguna gracia. Tiene una frase terrible para describir a su actividad en el artículo de la Revista Ñ: “lo que hacía no era bueno, pero gustaba”.
La frase es terrible por su lucidez, y lo escribo con toda franqueza, aquella frase es la crítica perfecta a su novela La sombra del viento. La lucidez no es un auto-desprecio preventivo (tarde o temprano vendrá el golpe) o un suicidio de las ilusiones íntimas. Es la manera de enfrentarse a sí mismo. Somerset Maugham dijo una vez “sé cuál es el rango que me corresponde, soy el mejor escritor en la liga de segunda”. Era cierto, aunque no hubo escritor con tantos dotes técnicos como Maugham en sus cuentos. Pero le faltaba la chispa del compromiso con la condición humana, la dimensión humanista que autoriza jugar para la liga grande, es decir, con Conrad, Flaubert, Stendhal, Tolstoi, etc.
El caso Ruiz Zafón es bastante apasionante. No lo voy a negar, a pesar de sus defectos leí su novela de un tirón, enganchado al relato. Recuerdo muy bien mi irritación creciente frente a la repetición del proceso: el narrador busca una persona que sabe lo que ocurrió en el pasado, encuentra a la persona, la persona hace un relato (o muestra una carta, o introduce otro testigo, todo vale para dar un relato) y se entiende que habrá que buscar a otra persona. Es una novela que, más allá de su estética gótica, camina hacia atrás, de manera continua, como una mala película policiaca, sin llegar a construir dos niveles: la vida de hoy y la exploración del pasado, es decir, un edificio de dos pisos -que sería un mínimo para una obra de casi 500 páginas en la edición de tapa dura (editorial Planeta)-.
Tampoco ayuda la luminosa creación borgeana de un cementerio de libros al principio de la novela: el lector espera una obra tan grande como la historia de la literatura y al final se queda en un vaivén entre Barcelona y París. Sobre París, no voy a decir nada, me siento tan involucrado con el tema que sería injusto opinar. Pero creo que Ruiz Zafrón aprovecha a Barcelona; la pinta bien en varios momentos de su historia. Y, en el desenlace, encuentra en el barrio de San Gervasi una mezcla de malestar urbano, de burguesía agotada y de esperanza troncada que se parece a la atmósfera de Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Al final, hay algo de literatura en la obra de un contador eficiente.