Javier Rioyo
“Mis cualidades favoritas en un hombre: Encanto femenino.
Mis cualidades favoritas en una mujer: Virtud masculina y generosidad en la amistad”.
Estas son dos respuestas de Marcel Proust a su famoso cuestionario. No es raro que en verano nos reaparezca Proust, tampoco es extraño en invierno.
Muchas veces, casi siempre, estamos deseando buscar el tiempo perdido. Una común manera de perder el tiempo. Lo raro, lo imposible si no es con la ficción, es recuperar el tiempo. Este verano yo también estuve muy “proustiano”. Creo que eso suena un poco cursi, un poco vago… Vagar un poco, mucho, ser capaces de quedarnos más tiempo en la cama. No hacer nada. Al menos nada productivo. Vagar y divagar en la cama. Un gran lugar para los proustianos y para algunos que no saben, ni falta que les hace, de ese complicado novelista que supo contar como nadie un mundo en extinción. Un mundo que nunca morirá. Por su gracia, por su culpa, sabemos mucho más del comportamiento de algunos seres humanos que nunca conoceremos, que son nuestros contrarios y que, sin embargo se nos parecen.
Me dio envidia mi admirado Verdú cuando contaba que su lectura de verano sería En busca del tiempo perdido. Me gustaría haber empezado otra vez ese mundo. Lo hice una vez hace muchos años. En un tiempo y en un país, en este puñetero país de todos los demonios, que en nada se parecía al mundo de hoy, al país de hoy, a los veranos o los inviernos de nuestro tiempo. Leí a Proust en la mili y en la cárcel. Muchas veces he pensado que fue una de las mejores lecturas que un condenado, humillado, secuestrado y miserabilizado puede hacer para huir de su condición. Leer a Proust es ser alguien menos preso. Más libre. No he vuelto a leer a Proust. Tengo ganas. Y creo que buscaré el tiempo. Es decir, no importa cómo, ni cuándo.
Una vez me preguntó una princesa, la única que conozco, que si yo había leído a Proust. Le conté cómo y cuándo. Se sorprendió. Creo que esa lectora llamada Letizia- así de rara me sigue sonado esa zeta en ese nombre- sabría mucho más de sí misma, de su entorno, de su improbable pasado y de su indefinido futuro si leyera a ese escritor que tantas veces estuvo enamorado, pero que supo encontrar el tiempo para escribir tal y como lo hizo.
Otro día, quizá mañana, volveré a escribir sobre los Proust que sí me han acompañado este verano. Uno, el regreso a esos “pastiches proustianos” de Llorenç Villalonga de los que hace meses escribí. Y otro, la biografía de William C. Carter sobre el Proust enamorado. Una manera de llamar a eso del amor y otras soledades.