Javier Rioyo
El último libro de Félix de Azúa está tocado por la gracia de la falta de fe. Extrae luz de nuestras viejas pero no enterradas tinieblas. Félix nos devuelve al primer plano esa imagen no deseada, ese símbolo que nos persiguió desde la infancia, siguió en la juventud y todavía se resiste en la edad madura. De vez en cuando se nos aparece esa universal "marca" en forma de Crucificado. Estaba por todo occidente, se colaba en algunos orientes, pero en pocos lugares como en España triunfó en tantos sitios, tanto tiempo y tantas gentes. Entre nosotros se convirtió en un negocio que dura ya muchos siglos. Irremediable icono que presidía las aulas, las casas, los dormitorios, las puertas, hospitales, bibliotecas, comisarías, universidades, hasta mercados o plazas públicas tomadas por esa cruz. Esa tardía invención de un movimiento económico/social/ cultural que llaman cristianismo. El catolicismo es solo una de sus empresas.
Nunca nos pudimos liberar de esa trágica marca, de esa amenazadora manera de recordar que somos descendientes culturales- a nuestro pesar- de la invención de una tragedia que se sigue representando con éxito en teatros abiertos o cerrados de nuestra vida pública. Demasiados siglos de compañía con ese severo signo. Como dice Azúa, la imagen del Cristo crucificado, no es como esas otras de la pagana Andalucía, "con sus innumerables vírgenes y santos protectores aún cargados de carnal vivencia y voluptuosidad". No, el Crucificado, "la fría abstracción de la cruz, en tanto que un signo de un poder sin contenidos, no había substancia, sólo vacío y espanto: la presencia obsesiva de una muerte violenta, impuesta desde la sinrazón y la vileza como cifra de nuestras propias muertes. Los actuales escolares serán, quizá, los primeros niños españoles para quienes el signo de la cruz ya no sonará como el redoble del tambor que anuncia la guillotina."
Azúa, inteligente, catalán a pesar acosos diversos, español irónico, amante de perros ajenos y de mujer propia, enamorado, melómano, gustador del arte y poco lector de la narrativa española, lleva un optimista de la voluntad y un pesimista de la razón que pasean juntos en su mismo cuerpo. En su misma cabeza no borradora. Un español pensante, sonante que acaba de publicar un os de los libros más inteligentemente didácticos sobre una vida que no es la suya, ni la nuestra, pero que es un poco, bastante, la de muchos que nos sabemos de memoria cantos, ritos y mitos que no nos abandonan. Jamás, jamás? Dígase cantando.
Ayer, en el amplio territorio cristiano hispano, se celebró el Día del Corpus. Ya no es, salvo excepciones, un jueves que reluce ahora vale cualquier día para hacer caja de paseantes, contribuyentes, que siguen con esas viejas salmodias. Eso sí, en compañía de civiles, militares, poderes públicos, demócratas de los partidos confesionales, confesos populares, inconfesos y no mártires de los socialistas. Todos detrás de la procesión del Cuerpo de Cristo. Del Crucificado. Honrado desde los balcones privados, desde el lugar de los público. ¿Quién dijo que España había dejado de ser católica?. No confundir Azaña, con Azúa. A cada uno su agnosticismo. Y su derrota. Gracias por el libro.