Javier Rioyo
Cuando terminé de leer "El año de la muerte de Ricardo Reis" quise conocer a José Saramago. Llegué a Lisboa desde el sur portugués y en compañía de Teresa Madruga, la deliciosa protagonista de la película "La ciudad blanca". Nos despedimos y yo oculté el lugar de mi alojamiento: el hostal Braganza, en uno de los callejones de la Baixa. Pedí una habitación concreta. Estaba libre. No era cómoda, ni bonita pero para mi tenía historia. Era la misma habitación que Ricardo Reís ocupaba en la novela de Saramago. Desde allí se oían las voces de los prostibularios, de las mujeres que se alquilaban y se veía la ciudad que miraba y escribía Reís.
Después conocí a Saramago. Se quedó muy sorprendido de mi periplo. Y le extrañó que yo me quedara a dormir en un lugar dónde nunca pudo dormir alguien que solo existió en la imaginación de Pessoa y en la suya propia. Han pasado veinticinco años. Han pasado muchas cosas. Aquél caballeroso y serio escritor se casó con una española, con una amiga y compañera llamada Pilar. Siguió escribiendo entre la lucidez y la desnudez. Nos admitió muchas veces a su lado aunque no compartiéramos algunas de sus ideas esenciales. Le disfrutamos entre sonrisas y sentencias, con su seriedad y su humor, con su amable y firme manera de ser él mismo. Ganó el premio Nobel. Y siguió siendo ese hombre educado, discutidor y mordaz ser humano que escribió para mejorar a los hombres y al mundo.
He seguido sus obras, su capacidad para decir cosas muy serias cargadas de ironía. Desde aquella primera lectura de "El año de la muerte de Ricardo Reis" a su reescritura del viejo testamento, "Caín", he sido un lector casi sin intermitencias. La noticia me llegó en Granada, la ciudad dónde creció Pilar del Río. Y el día anterior, por el fútbol recordé a Pessoa. Por Pessoa pensé en Saramago.
Hoy, desde Santillana del mar, dónde hace años compartimos días y noches con ellos, volveremos a recordar a ese ser humano que creció sin libros, entre animales y buena gente, cerca de un río, en un pueblo llamado Azinhaga dónde hoy volarán sus cenizas como si fuera aquél niño descalzo y libre. Mañana, parte de él, se irá con su amor a la isla del viento, a ese lugar de Lanzarote dónde Saramago y Pilar supieron ser felices y compartir su felicidad. Se fue diciendo Pilar como si dijera agua.