Javier Rioyo
Me cuesta, me avergüenza, volver a aquella noche de hace treinta años. No fuimos muy valientes. No ocupamos las plazas, ni tomamos las calles- quizá todavía creíamos que eran de Fraga y sus policías franquistas-ni salimos en manifestación. Al menos, no la mayoría. Algunos salimos, salieron, después de escuchar que el Rey estaba con la Constitución, con la democracia, dimos vueltas en una noche desangelada, entre la niebla y el frío por los alrededores de un Congreso que estaba secuestrado por unos tipejos uniformados, estertores del peor franquismo, indeseables salvadores de una patria que solo pertenecía a sus retrógrados y mezquinos intereses. España, la mayoría de españoles, estábamos en otra parte, en otro mundo, en otro país, en otro mundo.
Consiguieron, eso sí, que siguiéramos desconfiando de nuestra transición. Todo tan de guante blanco, de reformar sin cambiar, no pedir cuentas, casi pedir perdón por creer que había que mirar de frente a los beneficiados de un injusto régimen.
Franquistas sociológicos que se disfrazaron de demócratas a la española. Una católica y poca sentimental manera de entender el poder y su soberanía. Muchos siguen teniendo poderes, territorios, mando, negocios, medios y enteros a su lado. Finalmente sí somos un país normalizado en su democracia, aunque con una seria carencia en no haber podido mirar las zonas oscuras, y más o menos recientes, de nuestro pasado. Hay muertos sin sepultura y responsables sin vergüenza. Para ya no será imaginable un Congreso, unas calles o una televisión tomada por unos cuantos fantoches más o menos desorganizados.
Ahora podemos aburrirnos con nuestros políticos y los cuarteles son unos recintos en extinción para la formación de ayuda humanitaria. Quizá tengo una tendencia a confundir el deseo y la realidad, pero así me parece el futuro militar.
Me irrita leer todavía sobre aquellos golpistas y sus mentiras. Me molesta poder encontrarles en la calle o en un tren, me gustaría que estuvieran más inmovilizados y, sobre todo, que su espíritu estuviera muerto y enterrado.
Vuelvo a aquella tarde, la misma en que salía de un cine que ya no existe de ver "American gigoló", las misma en que al llegar a casa me enteré entre la irritación y el estupor, que uno pocos pretendían que retrocediéramos muchos años. Una tarde, una noche, en la que estuvimos a punto de escaparnos a Portugal que ya estaba democratizada y desmilitarizada. Una tarde, unas horas, que estuvieron espléndidamente contadas por el libro de Javier Cercas, "Anatomía de un instante". No confundir con la película sobre el 23-F. Nada que ver. Una tarde, una noche, en la que volvimos a demostrar lo capaces que somos para la huida y el disimulo.