Javier Rioyo
Regreso de Tánger con la sensación de que allí podría pasar plácidamente el tiempo sin tener nada que hacer. Sin tener nada que me haga madrugar, nada que me cree obligaciones que no fueran para los sentidos. Estuvimos invitados por el Instituto Cervantes y el Instituto del Libro de Málaga, lo que quiere decir por los impulsos de Cecilia F. Suzón y Alfredo Taján. Tangerina y malagueño, unidos por la pasión de esa ciudad que se reinventa, que se gusta sobre todo en el recuerdo de la que un día fue internacional, abierta, permisiva, pecadora, noctámbula y de dulces amaneceres.
Tánger fue la "Casablanca" del café de Rick, de los amores perdidos, de los negocios, los negociantes, los huidos, los tapados y los pícaros. Ya no es aquella. Ya no es la que conoció el querido Pepe Carletón, el más moderno de los tangerinos de ayer y de hoy, amigo de los Bowles- sobre todo de Jane- , el único español que en compañía de Emilio Sanz de Soto tenían lugar preferente en aquella ciudad de mezcla de ricos excéntricos, artistas homosexuales, incluso artistas heterosexuales. Tánger no discriminaba.
He vuelto a esa ciudad que un día llamé en un documental, "esa vieja dama". Vieja pero vital y capaz de soportar que la vida se reconozca en sus dulces pasiones. La excusa era recordar a Paul Bowles y los años dorados. Hay una exposición y un catálogo que dan constancia de su elegancia. Hay otra Tánger, pero pervive la memoria de aquella. Ahora, al lado de los palacetes, la vida de las legaciones extranjeras, el recuerdo de la ciudad abierta e internacional, está el mundo árabe que crece, prohíbe y limita. El que cumple con sus rezos, obedece su religión y acata sus restricciones. Es otra opción. No es la mía. Tampoco la de muchos tangerinos que quieren ser occidente. Que quieren sus tradiciones pero que prefieren quitarse los velos y divertirse sin amenazas ni castigos.
Hay una vida subterránea. El espíritu del tiempo de los Bowles no está vencido. El mundo feliz y relajado que estos privilegiados habitantes de aquél islote pudieron disfrutar.
No siempre estuvieron de fiesta. Y, sin duda, Paul Bowles estuvo bien abierto a todo lo que pasaba en su mundo Y en el mundo español desde que llegó, por recomendación de Gertrud Stein, a Tánger. Antes hizo un recorrido por España, conoció la singular alegría de un tiempo que le pareció el mejor de los nuestros cuando cincuenta años después escribió sobre su primera visita. A nosotros, que tampoco conocimos aquellos años, también nos parecen los más amables de nuestra historia. Así lo cuenta Bowles en sus "memorias de un nómada":
"El comienzo de la primavera de 1932 en España fue una época de alegría colectiva a gran escala. En todos los pueblos reinaba el regocijo; la gente cantaba y bailaba en todas las plazuelas. El aire rezumaba alegría y las calles estaban llenas de adornos de palmas y flores. Pequeños carteles anunciaban en las mesas de los cafés que no se admitían propinas. Esto sin duda estaba directamente relacionado con la euforia general. Apelaba al inflexible sentido del honor del hombre corriente, lo que nosotros llamamos "orgullo español". España estaba viva entonces; no ha vuelto ha estarlo"
Como he dicho escribió este párrafo en 1972, Franco estaba vivo y el país todavía estaba lleno de carencias formales. Mejoró, fue distinto pero nunca con ese espíritu de verbena que recuerda Bowles. Una descripción que siempre me ha parecido que debía corresponder al primer aniversario de la República, al 14 de Abril de 1932.
Uno puede seguir soñando con ciudades mejores, con tiempos más amables.