
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
El irónico Lech decía que lo mejor era conservar los pedestales después de haber derribado las estatuas. Era mejor ser precavidos para el ahorro de la comunidad. Vendría otro dictador, otro prócer, otro militar con el que se podría aprovechar el viejo pedestal. A los irónicos nunca les hacen caso. Y hemos perdido muchos pedestales. También, felizmente, muchas estatuas. Me gustan algunas, incluso muchas estatuas. Incluidas las de algunos dictadores. Siempre que no fueran los nuestros cercanos, esos que hicieron que durante muchos años viviéramos peor.
Hoy es 20-N, el día de la muerte de Franco, también el día de la muerte de José Antonio Primo de Rivera y de Buenaventura Durruti. Al anarquista lo sigo mirando con curiosidad, con cierta cercanía y con una muy matizada admiración. A Primo de Rivera con curiosidad y poca simpatía. A Franco con desprecio ético, estético, vital y visceral. Algo que se parece al odio que apenas conocemos.
He venido de Melilla, ciudad que disfruto por muchas cosas, algunos amigos, de curiosa e interesante arquitectura y de una ubicación que hacen de ella la más insólita ciudad española. Una rareza en el norte de Afrecha. Una plaza militar que se convirtió en ciudad civil y que conoce convivencias que en otros lugares son muy complicadas. Algún día hablaré de ella, de su curiosa historia y de algunos de sus personajes.
En compañía del historiador Vicente Moga Romero recorrí algunos de los últimos lugares públicos que en la ciudad recuerdan a Franco y a su ignominiosa victoria de guerra. Aquí se fraguaron muchas cosas. Hoy nadie- al menos no la mayoría- quiere ser la ciudad española que conserva la última estatua de Franco. Ahí sigue, en compañía de otros monumentos que hablan de "una, grande y libre patria". Eso para referirse a la pobre y secuestrada patria que nos arrebataron por la fuerza.
La estatua es tan prescindible como su representado comandante Franco. Disimula con la apariencia de militar tranquilo, casi parece un cazador, un ornitólogo. La cara es de ese estilo pánfilo que siempre tuvo y el gesto es el del asustado que convivía con el taimado. Es una birria escultórica que debería estar en el feo museo de algunos nostálgicos y no a la entrada portuaria de Melilla. Al menos está bastante solo. Deberían quitarlo un día de éstos y no aprovechar ni el pedestal porque sigue la representación en bronce de las "gestas" de la historia del militar de la estatua. No esperemos a que sea un noble hierro herrumbroso. Mejor que termine como esas estatuas de piedra del poema de Ángel González:
"….Hacia la piedra regresaréis piedra,
indiferente mineral, hundido
escombro,
después de haber vivido el duro, ilustre,
solemne, victorioso, ecuestre sueño
de una gloria erigida a la memoria
de algo también disperso en el olvido"
Que se vaya al olvido. Y en compañía de otros.