Javier Rioyo
En Cuenca, con perdón y porque sí. Un buen lugar para empezar una semana cómo ésta. Un buen lugar para otras semanas, otras pasiones, otras religiones o ningunas. Desde hace muchas primaveras me sorprendo al comprobar cómo una música compuesta para la trascendencia, las lágrimas, los finales, las muertes y el más allá, tiene la capacidad de emocionar a un terrenal como yo. ¿Qué tienen de conmovedor, de vigente y misterioso, unos preludios, unas fugas o un "memento mori" compuestos hace siglos para seguir siendo tan cercanos en nuestras emociones? Secretos del arte. Secreto profundo y universal de la música.
Hace 47 años en esa levítica ciudad se organizó una Semana de Música Religiosa. Así la llaman, y así se seguirá llamando, al margen de tantos descreídos que nos colamos en sus espacios, en sus iglesias, en sus capillas. Que nos mezclamos entre sus ritos y sus mitos. Y así, desde nuestra falta de fe, recibimos esa iluminación tan extraordinaria que tienen algunas de las músicas llamadas religiosas.
No creo en Dios, pero creo en Bach. No creo en la iglesia. Ni en la religión. Ni siquiera en la "verdadera". No me siento cristiano, ni mucho menos católico, ni romano. Y, sin embargo, me emocionan las obras del tan católico Messiaen. No creo en la vida futura, pero creo en su "cuarteto para el fin de los tiempos". No tengo pánico, ni me inquieta que más allá de nosotros no pase nada, pero no puedo ignorar un vértigo al escuchar su cuarteto. Tengo que reconocer que hay tardes en que estoy bastante "messiaen". Creo que debo concederme una dosis doble de Amy Winehouse.