
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
No se cuántos son pero se que cada vez serán más. El país, la ciudad tienen una atracción que supera casi todos los controles emocionales, vitales, de expectativas y de posibilidades. Es el futuro vivido día a día. Un futuro lleno de contradicciones. Un mundo que resume lo mejor y lo peor de una humanidad de caminos inciertos. Cuando hablo de los españoles en Pekín no hablo de los turistas que visitan sus templos, sus mercados, los lugares de los emperadores- desde Qin Shi a Mao Zedong- o de los que compran los iconos supervivientes, copias generalmente, de la barbarie de la revolución cultural o se sorprenden con ésta ciudad inabarcable que cambia cada día. Hablo de otros que viven y aman a ésta ciudad que ya casi no se sabe de dónde viene y mucho menos a dónde va. Tengo que reposar mis asombros, mis sorpresas para poder contar más cosas del paisaje y el paisanaje. Quiero hablar, sobre todo, de una española en Pekín. Un modelo de seducida por éste mundo, esta cultura, esta ciudad.
Llegó hace casi tres décadas para estudiar ese idioma tan hermoso e impenetrable para la mayoría. Lo dominó, lo hizo suyo, como hizo suyas otras muchas cosas del país. Se enamoró. Se asustó y autoexilio en los días negros de Tianamen. Y regresó. Estaba deseando regresar ésta profesora y profunda conocedora de una de las más apasionantes ciudades del mundo. Se llama Inma González Puy, hoy es la directora del Instituto Cervantes. Y es una curiosa impenitente y nada impertinente. Su carácter, su forma de estar en el mundo tiene mucho de reconocible para nosotros españoles de esa generación. Pero tiene otro lado tranquilo que debe venir de su ser voluntariamente china pequinesa. Sin dejar de ser esa chica de Barcelona.
Ha publicado, en connivencia con la Embajada de España y unos cuántos colegas, la más útil de las guías prácticas para moverse en esta ciudad moderna, premoderna, antigua y llena de futuro. No falla en las recomendaciones. Aviso para viajeros y estables.
Todo esto viene a cuento por mi gran sorpresa, por haberme hecho meditar en la capacidad de cambiar, de ser otros, de dejar atrás algo que parece una de esa esencias que nos marcan de por vida. ¡Podemos abandonar nuestra comida! Incluso siendo españoles y catalanes. Eso es negar una de las frases que más me gustan de Julio Camba: "Es más fácil cambiar de religión que de gustos culinarios".
Siempre me pareció una verdad fundamental. Ahora también dudo de eso. Vivan las dudas. Todo sucedió la otra noche, en una de esas cenas chinas llenas de sorpresas- eso sí, con vino occidental- en uno de esos posibles festines a precios tan razonables que uno puede hacer en Pekín. Al lado de la alabanza de la comida China, surgió el tema de seguir unidos, enganchados, casi fatalmente a los sabores de la cocina dónde crecimos. Inma, sin hacer ninguna ostentación, nos aseguró que ella quería vivir siempre en China, sin perder raíces ni contactos con España, pero que ya no podía resistir alejarse mucho de su voluntaria patria "porque echo de menos su cocina".
Es el primer caso que conozco que niega la máxima de Camba. Puede uno no haber cambiado de religión- muchos no cambiamos porque no tenemos- pero sí haber cambiado de gustos culinarios. Esa es una patria esencial. Somos lo que comemos, por eso- y algunas razones más- algunos seguimos siendo fatalmente españoles. Inma, la española en Pekín, ya es otra cosa. Es una española que cuando está en su país echa de menos esa otra verdadera patria que es la cocina China.
Nos quedan más cosas que la comida. Pero sin la comida nuestro desintegrado país desaparecería. ¿Podré dejar español gracias a la comida China?