Javier Rioyo
Hace años que no queremos tanto a Hemingway. Quiero decir tanto como lo quisimos. La culpa, además de la parte que tenga el escritor, la tiene el uso comercial, banal que muchas veces se hace de su vida, su imagen, sus obras y sus pasos por la tierra. Sobre todo por la tierra española. También en Europa, en París, Roma, Venecia, se usa como reclamo -sobre todo de famosos bares- la conocida figura del escritor vividor, bebedor y fotogénico que fue ese ser tan complicado llamado Ernesto.
También rebajamos nuestra admiración cuando supimos sobre su mirada a otro lado, a ninguna parte, su manera de cerrar los ojos ante algunas cosas que pasaron a su lado en plena Guerra Civil. No nos gusta su indiferencia ante la desaparición de José Robles, el amigo y traductor de Dos Passos. O ante la de Andréu Nin.
Algunos relatos, sobre todo Los asesinos, siguen siendo aquella obra conmovedora, maestra, que nos deslumbró. Otras de sus obras no han sido tan vigorosas para soportar el paso del tiempo. No por aquello que decía Faulkner de su obra: "con Hemingway no hay que molestarse en buscar ninguna palabra en el diccionario". En esa descalificación, el gran escritor americano, el mejor de su tiempo, se equivocó. Así se lo señaló su contrincante, Hemingway dijo que le daba pena Faulkner si pensaba que para transmitir emociones había que buscar en el diccionario palabras desconocidas o usar términos poco comunes. Hemingway tenía razón. No es por eso que nos guste más Faulkner. Y no es que despreciemos a Hemingway, pero quizá su personalidad, su demasiada fama, demasiada presencia, nos hace tomar distancia, desconfianza, del escritor. Y además, también cambiamos con las lecturas, con los años. Aquello que nos pareció lleno de garra y fuerza al cabo de los años se nos aparece como algo más tramposo. Como si hubiéramos descubierto el truco. Seguimos pidiendo deslumbramiento. No dominio.
Todo esto viene a cuento porque el otro día en Pamplona, después de soportar en bares su presencia iconográfica. De tropezarnos con Hemingway en el hotel, el café, las calles, la plaza de toros y en casi cualquier rincón del centro de la ciudad, abrumados y entregados, decidimos hacer un homenaje al escritor. Beber en uno de esos bares que llevan su nombre. Un hermoso bar, una barra clásica, un tamaño adecuado, unas cuántas mesas y unos taburetes a su medida. Un pequeño bar anejo al famoso Café Iruña. Un bar con estilo, aunque el nombre de Hemingway estuviera puesto como reclamo para turistas. Con buen ánimo, pedimos un "dry martini". La amable y muy dispuesta camarera, una mujer de mediana edad que se mueve por una barra con la perenne presencia en un horroroso bronce que quiere parecerse a Hemingway, no sabía de qué le hablábamos. Dudaba si aquello que queríamos era un coñac, un dulce o un seco martini, con hielo, con agua, combinado o solo. Cambiamos el deseo, nos conformamos con un gin tonic, que también era propio del escritor. Desde luego no era como aquellos que recuerda en un relato que le servían en Chicote. La literatura todo lo transforma, lo deforma, incluso lo mejora. Era, una vez más, una de esas bebidas servidas con la desgana y la falta de información de la mayoría de los camareros de nuestro tiempo. Bares y camareros que no quieren enterarse que beber también es cultura. O al menos que es un arte menor y divertido.
Tengo un bar cerca de casa, en Madrid, que se llama "Aquí nunca estuvo Hemingway". Esta tarde haré la prueba. No quiero pensar que todo lo que toca Hemingway se convierte en un producto banal para el consumo de turistas poco exigentes y mitómanos de bajo perfil.