Javier Rioyo
Carlos Monsiváis, uno de los grandes escritores en periódicos en nuestro idioma, un verdadero maestro clásico y moderno, murió el mismo día que José Saramago. No fue una decisión acertada, la sombra de Saramago impidió mayores recuerdos, mayores espacios para uno de las personalidades más ricas, cultas e irónicas que uno ha conocido.
La noticia nos llegó en Santillana del Mar, al principio de los encuentros "Lecciones y maestros". La primera lección de este año venía con las palabras de Héctor Aguilar Camín- al que no conseguí oírle decir nada de su compatriota Monsiváis quizá por estar ocupado en narrar su propia crónica- al que siguieron la cordura juvenil así que pasen los años de Rosa Montero. Una excéntrica que se ordena y controla escribiendo excentricidades tan cercanas. Y cerraba las jornadas Manuel Vicent, con su sagacidad a cuestas- porque no puedo decir por montera- y con la inteligencia suficiente de haber creado "discípulos" como David Trueba.
Tres escritores, tres estilos diferentes, tres maneras de contradecir aquello que decía Albert Camus: "Si escribes claro tendrás lectores; si escribes oscuros tendrás comentaristas y discípulos". Camín, Montero y Vicent, tres claros escritores, convocaron a su alrededor una pequeña corte de comentaristas y discípulos. No pude estar en el encuentro de Vicent, presentado por Trueba, por razones de amistad: quería estar en las Ventas y con Sabina. Era su anunciada última salida al más importante de sus ruedos, al lugar de la gloria y la tragedia en la Plaza de Madrid. No me lo creo, pero no hubiera querido perdérmelo. Y eso que soy un especialista en pérdidas. Gran concierto lo niegue Agamenón o su porquero.
No escuché la lección mañanera de Vicent pero tuve la suerte de disfrutar del amigo y del escritor hasta altas horas de la noche en lugares menos serios, menos televisados, menos visibles y expuestos al ojo que todo lo ve. Escuchar a Vicent en compañía de una buena barra, y otras agradables compañías, compensa los viajes de ida y vuelta a un lugar de campaña.
Felices encuentros cantabros, pasados de halagos, compensados por las "maldades" que se dicen fuera del foro oficial, dónde no hay lugar para la trascendencia, ni la declaración admirativa. Cuando los escritores, periodistas incluidos, se encuentran sin testigos, ni cámaras, ni informadores, dicen cosas muy distintas a sus medidas palabras en los foros públicos. Hay que callar lo que no se puede contar.
Entre partidos de futbol, guerras dialécticas, sucias o legales, entre cánticos y silencios, volvimos a comprobar que Sabina tiene corazón y un chorrito de buena voz en ronquitud permanente. Que sabe ser claro, que tiene seguidores y que no está por la formación de discípulos.
También volvimos a darnos cuenta que, como decía el apasionado por gatomaquias y otras animaladas de las tribus humanas, los periodistas son "inquilinos de las vanidades de la vida, seres que mezclan el ánimo romántico con el cinismo, que se entusiasman con lo que no se publica y se aburre con lo que sí se imprime". Vanidades, rarezas que también atacan a los escritores. Sean los maestros o sus comentaristas.